Ya no cabe duda: Caminar por París es la clave para ser feliz. Me lo preguntaba a propósito de Una dama en París y Mi casa en París me lo ha confirmado. Un día de estos cogeré un avión con destino a la ciudad del amor y empezaré a abordar a viejecitas. Y si veo otra película con París en el título y adorables ancianas de protagonistas esto se puede convertir en algún tipo de parafilia. Por otra parte, Mi casa en París viene también a confirmar mi teoría sobre el calor y la madurez desarrollada en el escrito sobre Una dama en París. Ya ven: París, París, París. Como el chotis. Lástima que en Madrid no tengamos un río como Dios manda, sólo un aprendiz sin potencial. Iríamos por la calle dando saltos y hasta nos crecería más el ombligo.
Mi casa en París no divaga tanto como yo, pero hay un momento en el que te preguntas qué ha pasado de repente. La película parecía una comedia amable, con bajas dosis de drama, muy escasas en realidad, hasta que de repente todo se vuelve del revés. En un principio, resulta entrañable como Maggie Smith y tiene carisma como Kevin Kline, pero entonces vemos la cara de Kristin Scott Thomas por primera vez y todo es trágico de golpe. Y en general esta distribución se mantiene, los géneros se van sucediendo casi siempre en función de cada presencia. Kline es el protagonista, claro, por lo que es partícipe de cada cambio. Él les da soltura y naturalidad. La verdad es que cae bien, el hombre, y eso le da cierto extra al film, un poco de aire fresco.
Lo interesante, en cualquier caso, de su argumento y desarrollo es que, aun dándole importancia a las hostilidades y golpes que plantea la vida a sus protagonistas, siempre se muestra como una cinta vitalista y que en cierto modo lo que pretende es rebajar el tono dramático de la misma y lanzar el mensaje de que es mejor vivir por haber vivido. Lo insulso, como contrapartida, es que tenga siempre tanta importancia el amor en el cine, aunque es cierto que en Mi casa en París es clave para la toma de decisiones. Hay que jorobarse con el amor, señor Horovitz (director, guionista, autor de la obra de teatro y padre de la principal productora de My Old Lady, título original de Mi casa en París).
Israel Horovitz, el director, se toma su tiempo, como buen anciano. Se nota que sabe a quién tiene en sus manos, y aquí les ha dejado explayarse entre largas tomas, a sabiendas del buen hacer de sus actores, a los que se acerca siempre en sus momentos más dramáticos. Pero también hay momentos para otros rostros conocidos de la cinematografía francesa en Mi casa en París, que rellenan la cinta con esporádicas intervenciones que pretenden dar a conocer mejor las personalidades de los protagonistas. Destaca en este sentido Dominique Pinon como el agente inmobiliario que informará al personaje de Kline sobre los precios de las propiedades y sobre cómo funcionan las herencias en nuestro vecino país; también el belga Stéphane De Groodt, a quien vimos hace poco en la comedia No molestar, de Patrice Leconte. Considerando el hecho de que estamos ante una película de bajo presupuesto, no está nada mal el casting, la verdad.
En resumidas cuentas, Mi casa en París es un producto más sobre París, ese lugar tan caro, sí, pero encantador hasta cuando te roban (al parecer). Un conciso largometraje de agradables pretensiones y con unos actores que invitan al espectador a dejarse llevar por sus paseos, sus diálogos y sus revelaciones.