El patetismo y una cierta decadencia, no tanto por la condición que elige vivir su protagonista, Paco, como por su manera de aproximarse a la realidad (o transmutarla en ficción) en torno a viñetas, forman parte de una de esas cintas de animación que en la opacidad de sus intenciones encuentra quizá un filón; en él, convierte la magnitud de una propuesta de alguna manera atípica, aunque en el fondo común. Pero no atípica por un planteamiento formal que no se aparta de lo conocido —apenas en algún momento toma desvíos un tanto más atrevidos, lejos de su sencillo trazo, desvestido por el uso del color—, sino por la ruta de un relato cuya línea discursiva se antoja escurridiza y, en última instancia, del todo incomprensible. Y es que ante una exposición que busca mostrarse amable y realizar un retrato cercano del típico perdedor, un personaje desgarbado, con poca confianza en sí mismo, que no para de lamentarse de su suerte y cuyos desafíos no apuntan muy alto, Carlos Fernández de Vigo se encierra de tal modo en Paco que ese yo parece anteponerse a un conjunto que se muestra equilibrado en términos generales; y lo hace dado que, pese a integrar otros personajes en la historia —como, por ejemplo, su pareja, quien tomará el vergonzoso sobrenombre de Jilguero, acuñado por el mismo protagonista—, al final lo único que se puede observar es un egocentrismo que perjudica a algo más que el propio relato; pues también nos muestra en toda su extensión una faceta reprobable, llevándonos a la perspectiva más rancia de una sociedad donde la mujer aparece como mero objeto, por más que se intente que cobre un peso específico en el film.
Aquello que podría resultar una estampa ciertamente simpática en el acercamiento a una edad que tanto puede ser cierre de una etapa como preludio de nada, se pierde en conversas entre amigos que no trascienden a la mera anécdota; al fin y al cabo, los defectos que presenta Memorias de un hombre en pijama en la construcción de su personaje central, se extienden en menor medida al resto, integrándose en un ambiente que deja escenas poco más que bochornosas. El defecto no es comprendido, pues, como una imperfección que puede hacer avanzar o evolucionar a su poseedor, más bien como una mirada ante la cual la única resolución posible es, en efecto, acatar. Un hecho este, evidenciado por sus minutos finales, donde una periodista define a Paco, entre otras cosas, como alguien bastante misógino, ante lo cual parece ser que hay que asentir con complicidad, como si no fuese una lacra a erradicar de nuestra sociedad. El agravante de todo ello, no obstante, está en el hecho de reconocer deliberadamente tal carácter, y soltarlo cual chascarrillo, como si no tuviese demasiada importancia o ni siquiera hubiese otra respuesta posible. Decisión tan desconcertante como extraña en un film cuya animación no es, ni mucho menos, insignificante, e incluso incorpora secuencias —como la del baño— que huyen de lo acomodaticio que puede ser sostener una propuesta cimentada en la pretendida complacencia que muestra, complacencia que por desgracia se traslada a aspectos mucho más urgentes que, ni de lejos, deben ser tratados con tal desdén. Lejos de sus propósitos, y por desgracia, Memorias de un hombre en pijama es la rúbrica de que todavía queda un largo camino a recorrer en este país y de que, evidentemente, ese camino queda muy lejos de un cineasta cuya próxima tentativa ojalá tome mejores mimbres que la recalcitrante y anacrónica imagen de un personaje cuyo mayor problema no es, ni mucho menos, tener cuarenta años y vivir trabajando en pijama.
Larga vida a la nueva carne.