Primero nos inmiscuyó en el periplo vital de uno de los mayores psicópatas que ha pululado por Australia, luego nos contó el relato sobre un muchacho que, en su afán por ser leyenda, mató a su propio tótem, y ahora llega para presentarnos un thriller contextualizado en plena crisis económica y enmarcado en el cambio que se produjo en Estados Unidos cuando, por primera vez en su historia, un afroamericano pasó a ser presidente. Parece que Andrew Dominik quiere seguir azuzando y, a juzgar por el soliloquio final del personaje de Brad Pitt, la cosa no va a quedar aquí. Es desde sus títulos de crédito, de hecho, cuando Dominik ya nos empieza a advertir de lo que encontraremos en Mátalos suavemente: los fotogramas en negro que coartan la continuidad tanto del yermo territorio en que nos sumerge como de su acompañamiento en forma de discurso electoral ya nos advierten que tras sus hechuras de thriller nos toparemos con un discurso convulso que refracta perfectamente con la historia que engarza el cineasta neozelandés; el de unos parias, unos perdedores sin oficio ni beneficio que no interesan a nadie y que están sumidos en un agujero del que parece que no les sacará ni la mayor de las suertes.
Es ahí donde entra precisamente el personaje de Brad Pitt como elemento disuasorio para ofrecer un claro mensaje a todos aquellos que quieran jugársela a sus “superiores” —entrecomillo para dar a entender la retórica que supone una palabra así en el contexto en que se nos sitúa, tanto de su superficie como de su fondo—, entroncando así con un contenido que invade la atmósfera mediante alocuciones que complementan un panorama, ese donde nos sitúa Dominik, tan desolador como sumergido en la más absoluta miseria. Una miseria que también se palpa en los andares de sus protagonistas —Frankie y Russell—, en sus cochambrosos harapos, en el impasible rostro grasiento… características éstas que definen a la perfección ese halo de penuria en el que la salida más tangible parece la que conduce a la perdición.
En contraposición, la definición del universo en el que se mueve Jackie Cogan (al que da vida Brad Pitt), da de frente con coches de lujo, amigos con vicios que se satisfacen en el hall de hoteles de lujo o en su habitación del mismo hotel donde malviven e, incluso, la posibilidad de tutear a quien le ha contratado y, si es menester, fumarse un cigarrillo en sus narices ante la negativa de éste. Todo ello, se ve reforzado por diálogos que extirpan la banalidad para caer en la descripción de personajes cuya necesidad parece ser mero capricho, y que pretenden delimitar las reglas del propio terreno en el que juegan, incluso viciándolas, aunque de ello dependa el pago de una cuantiosa suma. Nada parece, pues, suficiente para satisfacer el antojo más baladí y obtener así una respuesta, más que complaciente, alentadora.
En esos diálogos, donde más parece redundar Dominik, acierta sin embargo al describir un ambiente que en ocasiones se crispa hasta niveles insospechados y nos lleva a la crudeza de un universo al que complementan esas calles desoladas y la incesante presencia del sonido radiofónico que amplifica la percepción de un discurso en el que, como ya le sucediera en la portentosa El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, redunda en exceso y al que termina recurriendo en demasía a juzgar por el tono de un thriller en el que está integrado a la perfección, pero en ocasiones parece pisotear el propio núcleo del relato en lugar de querer ejercer de apéndice. No obstante, con Mátalos suavemente consigue un film compacto, tan equilibrado como compensado que sabe explotar las virtudes de una historia tan mínima que incluso se podría calificar de suceso y en el que Dominik no rehúye ciertos momentos de lucimiento personal que quizá quedan más impostados que en su anterior trabajo —cuya excelsa planificación hacía olvidar cualquier ardid—, pero no deslucen un conjunto en el que Brad Pitt vuelve a estar magistral —ojo a la magnífica modulación de su timbre de voz— al lado de un cineasta que parece sacar lo mejor de los intérpretes con los que trabaja (no olvidemos la brutal interpretación de Eric Bana en Chopper, o el escalofriante papel de Casey Affleck en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) y logra que su cine lata con fuerza y posea momentos tan prodigiosos como el ya mentado soliloquio final, que le deja a uno pegado en la butaca sin la total seguridad de que lo que ha acabado de ver es oro en estado puro o la farsa de un realizador que sabe imprimir todo lo que quiere y como quiere en pantalla con una potencia y envite inauditos.
Larga vida a la nueva carne.