Casi una década ha sido el tiempo que Cate Shortland ha tardado en volver a ponerse tras las cámaras, y no es de extrañar, pues parece que a la cineasta australiana le gusta tomarse los proyectos con la calma y el tiempo suficiente como para que esa gestación de los frutos adecuados. Ello ya quedaba fijado en una ópera prima donde Shortland estuvo hasta siete años buscando los actores que pudieran dar vida a los protagonistas de aquella Somersault. Los resultados hablan por si solos: obtuvo hasta trece premios en los AFI Awards (los premios del cine Australiano) y recorrió no pocos festivales cosechando un éxito que rebasó las barreras de su país.
Desconozco si el hecho de que hayan pasado nueve años desde que firmara aquella Somersault se debe también a otro mastodóntico trabajo en la etapa de pre-producción, pero desde luego, y a juzgar por los resultados, casi podría afirmarse que la cineasta ha sido igual de precisa y metódica que cuando realizara su debut, hecho que se puede deducir debido al maravilloso trabajo que compone Lore en líneas generales, y que además demuestra una clara evolución entorno a un estilo que ha logrado no sólo una maduración digna de elogio, sino también pulir ciertos detalles que en su primer trabajo desasistían en cierto modo el tono de la obra.
Para empezar a hablar sobre Lore, es necesario definir un contexto que quizá no cobra toda la importancia que uno podría pensar a priori, y es que aunque sea en cierto modo definitorio el hecho de que Shortland se haya trasladado a Alemania en esta ocasión para rodar su nuevo largometraje, también lo es que el marco trazado (para más señas, primavera del 45, con el Tercer Riech dando sus últimos coletazos) supone únicamente un pretexto para que la australiana continúe abarcando temas que ya aparecían en su ópera prima, y que aquí cobran mayor fuerza si cabe gracias a la valentía de una cineasta que no se conforma con poco.
En esa etapa específica, Shortland nos presenta a Lore, una joven que tras ver como su padre deberá partir y su madre será detenida, se verá obligada a llevar a sus cuatro hermanos en un viaje a través de Alemania hasta llegar a Hamburgo, donde su abuela vive en una casa cerca del Mar del Norte. Como ya sucediera en Somersault, Lore nos vuelve a presentar una figura femenina como protagonista en un marco que no es precisamente el idóneo, pero que la independencia y la naturaleza casi furtiva que tienen los personajes centrales del cine de la australiana, moldean logrando que las adversidades no detengan su avance.
Otro de los puntos en común que presenta Lore con su debut es la presencia de un carácter masculino distorsionando la condición de ese personaje central, y haciendo que se torne frágil e inconstante pese a las señas (siempre en la superficie) de que su destino lo gobierna ella misma (esa mirada penetrante ante la presencia de Thomas mientras desabotona su camisa antes de cruzar el río). Esas señas, a modo de detalles simbólicos, ya habían sido desgranadas en su anterior film, y lo cierto es que se podrían continuar trazando paralelismos entre ambas cintas, desde el estilo de Shortland, ligado a una vertiente autoral entorno a la cual confabula un cine más sensitivo, hasta el periplo casi paralelo de sus dos protagonistas, pero lo cierto es que en Lore da un paso más allá, no únicamente en la consecución de escenas que definan ese universo interior, también haciendo frente a un tramo final en el que Shortland demuestra tener valor y, en especial, haber crecido en tanto es capaz de arrojar otras vertientes a su discurso.
A todo ello ayuda una fotografía soberbia, sobre la que Shortland compone un tono en el que lo narrativo no se antoja tan esencial como lo visual; ojo, con ello no estoy diciendo que se olvide directamente de la narración, faceta que consigue ligar sorpresivamente y de modo notable a través de un estilo que no es fácil manejar ante ciertos relatos, sino más bien que se apoya en una narrativa no al uso para trasladarnos a una historia que con los engranajes manejados, obtiene un cariz más cercano al sentimiento, a la emoción, antes que desgranado de una trama que, apoyada en esas fechas, poco nos podría decir a estas alturas.
Y ese es precisamente uno de los grandes valores de Lore: hacer de algo que ya conocemos en cierto modo, de ese pedazo de historia de la humanidad, un retrato sentido y sensorial que alcanza cotas mayores llevándonos con una facilidad excelsa de los momentos más dolorosos a los más íntimos sin que el trasvase suponga una enorme gradación del tono del film. En definitiva, emplea un contexto concreto y conocido para construir aquello en lo que firmemente cree, que no es otra cosa que la crónica sobre algo que podríamos calificar desde pérdida de la inocencia hasta búsqueda de una personalidad que no podría encontrar mejor aliado que el rostro de Saskia Rosendahl.
Rubia, de ojos bañados en un extraño y atípico azul claro y de firme pulso, la actriz debutante logra hacer de su Lore algo propio y único, como devolviéndole el cumplido a una Shortland que no sólo la puso al frente del film, también le ofreció el título casi a modo de reto. Rosendahl responde, y las inquietudes, temores e incluso esperanzas de esa joven muchacha quedan evocadas en un rostro que expresa más allá de los cambios físicos (que los hay) componiendo un mosaico en el que la expresividad de la actriz resulta imprescindible para que nos traslademos al particular universo sensitivo de Lore.
Lore es, en definitiva, uno de los grandes trabajos del pasado año que, por si ello fuera poco, confirma además un talento muy a tener en cuenta, y es que Shortland ha conseguido en esta ocasión aquello de lo que en Somersault se quedó a las puertas: la consecución de un estilo que duele y desgarra cuando menos te lo esperas, que marca lentamente al espectador para llevarlo a la emoción pura a través de una forma que se siente personal, íntima y que esperemos no tener que ver pasar tanto tiempo para ver de nuevo reflejada en pantalla para poder constatar si el cine de la australiana es lo que parece: una realidad.
Larga vida a la nueva carne.