El anti-biopic ha llegado. Como aquellos crucifijos colgados bocabajo por los adoradores de satán y practicantes de un reinado del terror a través de las partituras de su reflejo más patente, el ‹black meta› (noruego), Jonas Åkerlund desplaza los códigos del género en su nuevo trabajo con una intención clara: aportar su personal visión acerca de la relación que mantuvieron los líderes de dos de las bandas impulsoras de ese ‹black meta›l, Mayhem —cuyo rostro central, Øystein Aarseth, fundaría el sello Deathlike Silence, encargado de parapetar en primera instancia el movimiento al que daban forma con su música— y Burzum —de la que Varg Vikernes, apodado también Count Grishnackh, era su único integrante—.
Lords of Chaos nos traslada a la Noruega de mediados de los 80, en la que un joven Aarseth —también conocido como Euronymous en su círculo interno— empezaba a dar los primeros pasos con su banda. Åkerlund, en lo que aparece casi como un guiño al espectador que conozca la historia originaria, arranca con una voz en off del propio personaje diciendo que nada de eso va a acabar bien para él. Es el gesto autoconsciente de un film que a partir de ese momento buscará concretar sus capacidades en una digresión genérica muy apropiada para aquello que tiene entre manos; y es que si bien en cierto modo se antoja difícil tomarse totalmente en serio a unos individuos que a ratos revelan un deje irónico de lo más apropiado, el cineasta sueco se encarga precisamente de añadir pinceladas y matices en los que rebajar un ambiente que se torna enrarecido, en especial ante el vínculo que mantendrán Aarseth y Vikernes, y en el empleo de una violencia que prácticamente se podría determinar como elemento catártico para los personajes que rodean a ambos protagonistas.
Åkerlund, sin embargo, no emplea esa característica como forma de amoldar el tono de la obra, y la dota de un sentido específico en tanto que delimita (o no) los confines del particular microcosmos en que se mueven los sujetos que lo habitan. Pero donde cobra real importancia el componente violento —donde hasta hallamos cierto ensañamiento en algunas secuencias— es en la definición de la obra de los dos ‹frontman›, puesto que sus movimientos no se ciñen a un campo, el musical, que al fin y al cabo no es más que un mero percutor, una excusa si se quiere, se expanden a la pugna mantenida entre ellos; un enfrentamiento que se va deslizando entre miradas y diálogos, y que no cobra forma hasta el momento en que Vikernes decide radicalizar su discurso, llevarlo a un punto en el cual no encuentre adversario posible, deviniendo incluso en determinados instantes una parodia que verá la luz de la más evidente de las formas.
Lords of Chaos no se puede calificar ni mucho menos como un retrato al uso. El autor de Spun encuentra la horma de su zapato en Rory Culkin y Emory Cohen, dos actores que sin mucho esfuerzo son capaces de llevar el peso de la película —quizá, en ese sentido, se podría achacar que el resto de personajes, incluso cuando podrían cobrar mayor importancia en la obra, no dejan de ser una simple comparsa—, pero además revela personalidad no únicamente al componer un mosaico en el que ciertos tintes de humor y el horror más visceral son capaces de subsistir, también escapando de debates morales que podrían haber deslucido una cinta que tiene muy claros en todo momento sus objetivos. Es por ello que no puede haber mejor preámbulo que ese cartelón inicial («Basado en hechos reales… y falsos»), casi en consonancia con una crónica que por momentos fue difusa —no se conocieron los motivos que impulsaron a Vikernes a actuar como lo hizo hasta años después, dando pie a rumorología de todo tipo—, y un corolario que certifica las virtudes de un film que rezuma la autenticidad de la que un día se quisieron empapar dos muchachos empeñados en adorar a Satán y destruir cuantas más iglesias, mejor. Por más que sea difícil conocer hasta donde llegaba la verdad… o la mentira.
Larga vida a la nueva carne.