Dijo Jean-Luc Godard que «lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola». Pues bien; parece ser que el realizador británico Steven Knight ha decidido recoger la lanza arrojada por el francés, y demostrar con su segundo largometraje, Locke, que la sencillez y la economía de elementos empleados a la hora de narrar una historia no están reñidos en absoluto con la calidad del producto o la capacidad de enganchar al espectador. De este modo, Knight cambia de aires respecto a su anterior trabajo, y deja atrás el espectáculo de vendetta y acción a lo largo y ancho de Londres visto en Hummingbird (Redemption) para meterse en un BMW durante hora y media con Tom Hardy y dar a luz un verdadero portento fílmico que sólo necesita un hombre, un coche, y un teléfono con manos libres para convertirse en una de las mejores experiencias cinematográficas que se han podido disfrutar en lo que llevamos de año.
Locke es, por encima de todo, el resultado de un trabajo excepcional por parte de su director a la hora de crear una narrativa tan orgánica y natural partiendo de una puesta en escena tan arriesgada; y esta naturalidad está presente en todos y cada uno de los aspectos formales del filme.
El guión, elemento clave de la cinta, escrito por el propio Knight, es una pieza de artesanía que funciona como un reloj suizo cuyos engranajes principales están compuestos por unos diálogos tan brillantes, sólidos y creíbles como el resto del filme. El viaje emocional en el que nos embarca el libreto, a medio camino entre el thriller y el drama en la que resulta una hibridación de géneros deliciosa, posee una nutrida gama de matices que consigue engrandecer aún más si cabe el genial trasfondo de su historia sobre la responsabilidad y la redención, y reafirma a su autor —figura detrás de obras como Promesas del este— como uno de los escritores más talentosos de la escena actual.
De la mano de su preciso guión, puede apreciarse una labor impecable en la dirección de Locke. La destreza de Knight hace posible que el viaje físico y psicológico relatado íntegramente desde el claustrofóbico espacio del asiento delantero de un turismo sea una experiencia inusitadamente dinámica y dotada de un ritmo asombroso. Los austeros, aunque muy efectivos juegos de una cámara que rara vez abandona al protagonista a lo largo del metraje, acompañados de una dirección de actores sobresaliente, se convierten en los perfectos aliados de un Tom Hardy espléndido y emotivo que despliega unas dotes interpretativas espectaculares. Una grandísima parte del peso de la película recae sobre los hombros del actor londinense quien, muy inteligentemente y consciente de ello, proporciona a su personaje la sobriedad y la contención necesarias para aportar credibilidad a su personaje, habiendo sido muy sencillo, dada la naturaleza del papel y a lo poco favorable para la interpretación de la puesta en escena, caer en el histrionismo a la primera de cambio.
Se me antojan escasas todas las alabanzas que pueda redactar sobre un ejercicio tan sólido, emocionante y arriesgado como Locke.
Podría decirse que es uno de esos filmes que, más que verse, se experimentan; y esto es debido a lo complicado de asistir como simples espectadores a la odisea al volante de Ivan, su protagonista. Gracias al prodigio de Steven Knight y a la magia de Tom Hardy, nos introducimos en vehículo del señor Locke y le acompañamos desde el asiento del copiloto durante su trayecto de hora y media respirando el mismo aire, escuchando la gravilla del asfalto bajo los neumáticos y experimentando a flor de piel todas y cada una de sus emociones en la que, sin duda, es una de las películas más fascinantes de los últimos tiempos. Imprescindible.