Karma Films trae esta semana a los cines españoles la última película de Mohamed Hamidi. Un director que, tras la buena acogida de Mi tierra (Francia, 2013), su primer largometraje, va sobre seguro dirigiendo una nueva comedia dramática cuyo motor es el viaje. La vaca (Francia, 2016), aplaudida por público y profesionales de la prensa cinematográfica, es una de esas obras que tras un primer vistazo parece aportar un efecto Valium a la neurosis colectiva que gran parte de occidente sufre hoy en día. La historia que el realizador francés nos cuenta es simple y llana: un ganadero argelino obsesionado con su vaca decide asistir por todos los medios y pese a las críticas que por ello recibe a la Feria de Agricultura anual de París, la cual le ha aceptado por ser un veterano perseverante en la candidatura. Un argumento que por sí solo ya nos da muestras de que a lo que el espectador se enfrentará en la hora y media de su metraje será a una más de esas road movies edulcoradas y con sabor a algodón de azúcar, muy al estilo de esa resaca después de la fiesta que supuso Una historia verdadera (EEUU, 1999) en la filmografía de David Lynch, o de aquel objeto de aclamación sintomática de la era del I like llamado Nebraska (Alexander Payne, E.E.U.U., 2013).
La vaca es una película de viaje al uso. Un hombre solitario y empecinado cuyo microcosmos está tan cerrado que por efecto revote decide salir disparado hacia Dios sabe donde para poder respirar y experimentar más allá de su limitado círculo. A partir de esta motivación que pone en movimiento el discurrir de la cinta todo será una oleada de planos prodigiosos de diversas zonas geográficas del sur de Francia. Allá por donde normalmente hemos visto circular a una vasta aglomeración de ciclistas, ahora vemos caminar a un esperpéntico hombre y su alucinada vaca. Un dúo que se gana con facilidad al público gracias al choque entre el continuo e ingenioso monólogo (apoyado en una lúcida síntesis entre un humor negro sin piedad y una ingenuidad exagerada) de un Fatsah Bouyahmed muy gracioso y los silencios de su interlocutora bovina (de la cual todavía no aparece su nombre real como intérprete única y magnífica en ninguna ficha artística). Una unión la de estos dos elementos de la que se desprenderá un aura muy humana de progreso y superación y que hará frente a los hechos que se oponen al avance. Acontecimientos que se tornan adversarios y que son tanto de origen natural como humano son los que servirán de base para que esta obra, que bien podía ser un drama de lágrima fácil, se torne en una comedia agria que se burle desde las consecuencias del uso liberal del sexo y la juerga a la vista de pensamientos tradicionales hasta el uso y abuso de las nuevas tecnologías. Matices estos que, si se suman y se miran desde cierta distancia, aportan cierta complejidad (tanto sentimental como intelectual) a una obra que en apariencia pudo resultar banal y reiterativa.
Esta densidad a la que aquí se refiere se vuelve más profunda y oscura tras la reflexión en frío, ya apartada de nuestra vista esa capa etérea de sonrisas y lágrimas. Se hace evidente, llegado ese momento, otra cara de la moneda en la que se nos muestra el reverso de ese idílico viaje con grandes dosis de compañerismo y de corazones desbocados, algo que dota a esta película de un carácter puramente actual. El camino, para el protagonista igual que para cada cual, es uno y único. En este “su camino” Fatah busca, como todos, su propio bien individual. En este caso ese egoísmo está marcado por el ansia de reconocimiento del viajante. Él quiere ganar a toda costa, quiere que su animal sea reconocido como el más bello y grande de todos para así poder ganarse el reconocimiento de su pueblo. Es decir, el camino que nos muestra Mohamed Hamidi es el recorrido habitual y común de enaltecimiento de la figura propia por medio de la mirada del otro. En otras palabras, Fatah quiere dejar de ser un panoli. No está movido por otro amor más allá del amor propio.
Un juego de elementos emocionales, ideas y egos es lo que nos ofrece Mohamed Hamidi con esta película en último término. Una mezcla que tiene como recipiente una historia que, pese a ser aguda y bien narrada, se queda en otro cuento más de idas y venidas. La invocación de tópicos de manera insistente, la crítica burda a los derroteros de los nuevos tiempos y el empleo de la travesía como motor de la acción hacen de La vaca una obra que se repite, a fin de cuentas, como todos los caminos.