En La Mort de Louis XIV (2016), Albert Serra construye su película alrededor de la cama donde el Rey, interpretado por Jean-Pierre Léaud, vive inmovilizado sus últimos días. Hay algo en el cine sobre la imagen de un personaje tumbado que nos evoca a la reflexión sobre el pasado, a la decadencia o a la enfermedad. Desde esa horizontal “quietud” que da nombre al film se organiza la última película de Pablo Trapero, un drama familiar con toques folletinescos presentado en el pasado Festival de Venecia.
El infarto del padre de familia mientras presta declaración judicial provoca el regreso a la casa familiar de su hija mayor, Eugenia (Bérénice Bejo), y la puesta en marcha de una trama llena de enredos y altibajos. En la primera parte del film, Trapero da a la película un envoltorio brillante, casi naïf, valiéndose de la fotografía y de la banda sonora (con canciones de Vanessa Paradis o Mon Laferte). Esta luminosidad algo kitsch, también presente a primera vista en la manera en que la familia se relaciona, empieza a contrastarse con algunos toques sórdidos, como una escena erótica entre las dos hermanas, o una discusión llena de rencor entre la hija menor, Mia (Martina Gusman), y su madre.
Es interesante la manera en que el director argentino Pablo Trapero ha empezado a alejarse de los entornos que lo hicieron conocido: las villas de Elefante blanco, los resquicios sociales de Carancho o la cárcel de Leonera. Si ya en su anterior film, El clan, Trapero parecía querer buscar nuevas vías narrativas, arriesgándose a entrar en otros terrenos, en La quietud sigue el mismo camino, como si la manera de enfocar a los oprimidos ya no le sirviera para centrarse en los “opresores”. No abandona aún así a su actriz fetiche, Martina Gusman, ni tampoco una querencia por el detalle de las relaciones personales, especialmente lo mezquino y lo macabro.
La quietud es un film de extremos opuestos, alargado como un cuerpo tumbado o como la propia casa de la familia. Sus personajes se odian o se quieren hasta rozar el incesto, guardan secretos que todos saben y navegan constantemente entre la luz y la oscuridad. Es un film lleno de sexualidad y muerte, con la cama como espacio común entre las dos. Bajo ella, bien escondido, un pasado lleno de mentiras y decadencia moral, cubierto con la sombra alargada de la dictadura.
La mezcla de géneros, algo almodovariana, que presenta Trapero en La quietud es muy difícil de dominar, y es probable que el espectador quede totalmente desorientado ante una película que se empeña en cargar barrocamente su trama para después destruirla por completo. Los excesos narrativos acaban por perjudicar a la película, hasta el punto de que elementos potentes, como su oscuro final, no alcancen la fuerza que deberían tener. Sin embargo, se trata de una propuesta valiente, con tres actrices en estado de gracia (una excepcional y perturbadora Graciela Borges) y un buen puñado de secuencias admirablemente construidas desde la puesta en escena.