La mujer portuguesa y su bigote de gato
hacen cosquillas a un mono que viste trajes muy caros.
Un telescopio poned, en su cabeza a rosca poned,
para ver lo que no hay que ver, para ver lo que nadie vio.
La mujer portuguesa, El niño gusano
‹Tempus fugit› es una acepción condenada a la prisa, algo que Rita Azevedo Gomes desprecia en La portuguesa. El tiempo pasa sin graduación exacta mientras vemos a esa mujer de cabello flameante esperar entre piedras. Esa joven portuguesa, dama de alta alcurnia desposada con un von Ketten ávido de conquistas, no conoce en su cuerpo el paso del tiempo, mientras todo avanza a su alrededor, en saltos imperceptibles, dando a su presencia la fuerza significativa del compromiso y, en última instancia, el amor.
Robert Musil es en parte culpable de esa visión del legado femenino: otro hombre que quiso retratar a la mujer, esa gran desconocida para su género, haciéndola protagonista de los tres relatos que forman Three Women, escrita a principios del pasado siglo, de donde la directora rescata La portuguesa para escenificar lo transmitido en papel con una particular visión y fortaleza siempre presente en la autora.
Solo hay que recordar a Ingrid Caven, otrora musa de Fassbinder, narrando el film con largos vestidos de fiesta, con una ronca sonata que rompe visualmente el escenario inspirado en el medievo. ¿Dónde queda entonces el orden siempre impuesto por tiempo?
Situados sobre un matrimonio recién nacido, como el hijo que consuma la relación, conocemos a esa portuguesa, que llega con aire obstinado y con voz propia en una época de mujeres relegadas a la espera mientras los hombres probaban su valía en la fría guerra. Pronto perdemos de vista ese legado —las batallas se reducen a palabras o pausas donde Rita recoge los restos, el resultado de una barbarie y nunca la barbarie misma— para centrar nuestra mirada en ella, en cada escena que reproduce la misma expectación con distinta compañía. Es así como la directora decide componer esta historia, a base de retablos donde apenas hay movimientos —el plano fijo y abierto al escenario es una obsesión tratada con elegancia—, una inspiración absolutamente pictórica (y flamenca) que recrea visiones a las que solo falta un marco para ser totalmente expositivas. Los rojos y azules de paredes, telas y vestimentas completan una imagen llena de luz y contrastes donde se reproducen conversaciones de inspirada disciplina que sentencian la determinación de su protagonista. Siempre las mismas hojas en el suelo de estancias que confirman el paso del tiempo en la palabra y no en el acto.
La piel casi transparente de Clara Riedenstein reviste un film donde la mujer importa, su forma de sentir importa, pero la situación que vive es circunstancial. El tiempo se convierte en un misterio, donde su avance hacia la nada consume precisamente eso: tiempo. Ya no simplemente su paso, también el emplazamiento histórico, del que se espera un retrato en el que ella sea objeto, deja de percibirse como tal al concebir con claridad las expectativas y prioridades de su protagonista. Es quizá en su relación con otras mujeres donde se encuentra un ideario más consecuente y confraternizado.
Y el amor llega el último, bien es cierto, pero refuerza la intensidad de la portuguesa frente ese hombre que sí se va desgastando, el que demuestra vulnerabilidad (ante la muerte, los celos, la victoria) y que sirve para imprimir la huella del enigma en que se convierte su mujer. Gatos, lobos, supersticiones… todo aderezo salpica la imagen organizada de Rita Azevedo Gomes, como la misma representación de Caven, y profundiza en un elevado significado que destilar de la pureza del film.
La portugesa evoluciona con demora, frena su avance para controlar su exposición por encima de su historia, se deleita con su afirmada belleza y permite lucir una voz femenina de tono tenue y marcada intención. Nada escapa al control de Rita Azavedo Gomes, que sigue afinando los límites entre lo estático y lo vívido.