Luis XIV, el Rey Sol, es conocido por los cuadros que sobre él pintó o copió un artista de cámara como Hyacinthe Rigaud, además de otros contemporáneos suyos. Lienzos y esculturas que seguramente habremos visto de pasada en alguna sala dedicada al siglo XVIII en el Museo del Prado. Esos retratos y estatuas del monarca lo muestran en una estampa ecuestre o posando como un guerrero, en pie, imponente, con su silueta perfilada ante un paisaje antes de la batalla. Mientras que la película de Albert Serra lo presenta primero sentado en una silla de ruedas, portado por dos sirvientes. Poco después tumbado en su cama, lugar que no abandonará en el transcurso de todo el metraje. La verticalidad y perspectivas frontales dan paso al formato panorámico, compuesto por encuadres anchos, en escorzo la mayor parte de las secuencias. El rey pierde simbólicamente su poder con este cambio en el punto de vista. Desciende al terreno de los súbditos. En el patrimonio histórico y cultural quedará reflejado como un ser eterno. Pero en el film pierde la condición inmortal, para recuperar esa mortalidad que comparte con los habitantes del reino. Albert Serra refleja la crónica de las dos últimas semanas de vida del soberano absolutista. Estos no son los únicos aspectos que asemejan La mort de Louis XIV con el arte de la pintura porque, de la misma manera que al nombrar un cuadro ya se enmarca su contenido, Serra se limita a mostrar exclusivamente el proceso lento, dilatado, de una agonía a la que hace justicia desde el título del largometraje, con la historia narrada.
Con un punto de partida similar al que planteó Dreyer en La pasión de Juana de Arco. Parecido también al de Pasolini con El evangelio según San Mateo. Parece usar la metodología de Rosellini en sus aproximaciones a figuras históricas, incluso a este mismo Luis XIV. Son plasmaciones rigurosas de la época en que se ambientan, sin necesidad de recurrir a una dramaturgia artificial coronada por fanfarrias musicales y giros del argumento. Los hechos ya están escritos en enciclopedias y ensayos de Historia, aunque puedan ser mejor o peor interpretados por el lector, así que el acierto del autor gerundense es tomar un encargo realizado por un museo como era una performance en directo, acerca del fin del monarca, y representarlo sin recurrir a la espectacularidad, tratando de reflejarlo con la mayor fidelidad ambiental a su época. Por medio de un guión que parece lineal por la progresión cronológica de los sucesos, pero que se estructura en varios actos punteados con sutileza. Al inicio es una celebración festiva, continuada por la vigilancia de los más allegados mientras empeora la enfermedad. Rematada por la decadencia corporal manifestada por la gangrena, mal estudiada por los médicos que lo visitan.
Interpretando el sentido del film en un segundo nivel, el actor Jean Pierre Léaud es el aliado perfecto en esta aventura cinematográfica. Un intérprete capaz de aguantar un plano de más de cuatro minutos con el fondo musical del Kyrie de Mozart, con una mirada a cámara que da sentido al tormento interior del personaje. Un paralelismo vital que homenajea también al mítico actor septuagenario desde su primera actuación en Los 400 golpes hasta hoy.
Esta coproducción franco portuguesa es un buen ejemplo de un cine que puede llegar a más público con la promoción necesaria, más allá de los festivales en los que ha sido proyectada. Es un cine que no traiciona sus principios, coherente con el ritmo que impone su guión, que puede encontrar espectadores siempre que llegue a salas, museos, centros culturales o emisiones en canales de televisión. Una obra que difícilmente será considerada en los galardones industriales de las distintas academias cinematográficas, pero que consigue ser tan contundente como la sentencia de Fagon, el médico del rey, con la que se cierra la película.