Después de su primera experiencia cinematográfica en Estados Unidos con la inclasificable Un lugar donde quedarse, protagonizada por un Sean Penn con aspecto siniestro, a medio camino entre Robert Smith y Ozzy Osbourne, el talentoso director Paolo Sorrentino, la gran realidad del cine italiano contemporáneo, regresó a su país natal junto a su actor fetiche para realizar su película más inspirada (como mínimo de las cuatro que he tenido el placer se ver). En 2008, con Il divo había indagado en el lamentable estado de la política italiana, caracterizada por unos escándalos que suelen salir indemnes de manera vergonzante en la mayoría de los casos. Años atrás, en Las consecuencias del amor, consiguió un potente thriller sórdido y silencioso, con alguna de las constantes estéticas y temáticas que lo han encumbrado con su sexto largometraje, La gran belleza, cinta caracterizada por un humor absurdo y demencialmente extravagante, que es capaz de conjugar Jirafas, strippers, artistas conceptuales, madres superioras, botox a borbotones y remixes de Rafaela Carrà en medio de un arrebatador entorno artístico y arquitectónico.
La narración arranca con una escena que ejemplifica la esencia del filme. Presenciamos como un turista japonés sufre lo que aparentemente parece un ataque al corazón mientras toma fotos de las exquisitas fuentes y ruinas romanas. A continuación nos presenta el entorno de Jep Gambardella, cuya terraza de su vivienda tiene una vista imponente del Coliseo Romano. Jep es un periodista de éxito que sigue transitando a sus 65 años recién cumplidos con el recuerdo de su única y exitosa novela escrita hace 40 años. Su vida, desde la publicación de su añorada obra ha consistido en entrevistar a algunas celebridades del mundo del arte y la sociedad. En sus abundantes ratos libres es el anfitrión de frecuentes encuentros con pseudo-intelectuales venidos a menos. Un grupo humano derrotado por el paso del tiempo que solo parece disfrutar la vida en sus celebraciones con un amplio círculo de amigos, asistiendo a fiestas y eventos sociales organizados para la élite adinerada. Mirando hacia atrás, tras una revelación después de la muerte de una amante en sus tiempos juveniles, Jep entra en una confusión existencial que le hace replantearse su decadente «modus vivendi», y a partir de ese momento solo parece interesarse, a toda costa, por la complicada búsqueda de la belleza de las cosas.
La última criatura de Sorrentino es un bello homenaje, no exento de ácida crítica, a la Roma contemporánea. Una película ambiciosa, sofisticada, espiritual, y por encima de todo cachonda, pese a su pesimismo implacable. Hasta en los momentos más profundos y místicos, el sentido del humor se apodera de la narración, sin perder ni un ápice de su trascendencia. Sorrentino se las ingenia para salir bien parado mezclando diálogos ocurrentes cargados de mala baba, escepticismo existencialista, y misticismo a mansalva, con la sordidez de la noche mundana de las fiestas de la farándula bañadas en alcohol y cocaína al son de la música pachanguera más irritante, y la innegable belleza arquitectónica y artística de la ciudad de Roma, con sus innumerables palacios históricos, monumentos y museos. A pesar de que el escritor sea el centro de atención que une a todos los personajes, la fragmentaria narración, desconcertante en algunos pasajes por sus elevados cambios de tono, es utilizada por el director napolitano para desarrollar una narrativa que se interesa más en incidir sobre temas tan trascendentes como la búsqueda del amor, la nostalgia, la melancolía, la desmotivación, el bloqueo artístico, y la soledad, bajo la presencia continua y amenazante en el ambiente de la muerte; por encima del desarrollo de una historia lineal al uso. Pero, por encima de todo, La gran belleza es un retrato excelso sobre la vacuidad de un sistema que toca fondo, y muy especialmente la de una generación que vive amparada en el auto-engaño. No en vano, la sombra de Gustave Flaubert está presente a lo largo de la narración, y es citado con su célebre frase en la que anunciaba que siempre ansió escribir una novela sobre la nada, pero no lo pudo conseguir.
El director italiano también se ríe del arte conceptual con ínfulas pretenciosas; de su público potencial, la falsa intelectualidad, e incluso de lo ridículas que son algunas actitudes de las instituciones religiosas. La película está atorada de pequeños personajes excéntricos que perduran en la mente del espectador: la artista conceptual desnuda, con el símbolo de la hoz y el martillo comunista marcado en su vello púbico rojo, que termina dándose un tremendo golpe en la cabeza sobre un muro, para luego desmoronarse al ser entrevistada cuando se le cuestiona sobre qué son las vibraciones que según ella propician su «arte transgresor». O mi personaje preferido, la niña con profundas lamentaciones y en estado de trance que lanza violentamente cubos de pintura sobre un cuadro gigantesco para, finalmente, acabar forjando una bella obra. Tampoco tiene desperdicio la secuencia en la que nuestro protagonista desmonta sin piedad en un pequeño discurso, gracias a su labia cínica, la vida de una pretenciosa escritora que afirma que Roma es la ciudad más comunista del planeta.
En el plano interpretativo, el personaje de Jep Gambardella es un auténtico bombón para un actor tan capacitado como Toni Servillo. Elegante, pese a utilizar unas combinaciones de colores en su vestuario que hacen daño a la vista, seductor irresistible y bastante culto; aunque se haya dedicado de manera prioritaria al hedonismo frívolo, toma conciencia de lo absurdo de su existencia a través de una mirada sensible al pasado para tratar de comprender el presente. Servillo, también napolitano, y actor fetiche de Sorrentino, se ha especializado en papeles con un mundo interior muy profundo y enigmático, aunque aquí se destapa con su personaje más extrovertido sin abandonar ese mundo interior común de sus anteriores interpretaciones. Entre sus colaboraciones con Paolo Sorrentino destaca su pintoresca y excelente recreación del pajarraco encorvado Andreotti en Il divo, o el yonqui que solo se inyecta un día a la semana a la misma hora, misterioso y silencioso, casi sexagenario, que pierde los papeles por una chica en la brillante Las consecuencias del amor. Una idea irreverente que vuelve a repetir en La gran belleza con el padre de la stripper, que afirma en su vejez haber abandonado la cocaína en beneficio de la heroína. También destaca la «felliniana» y «buñuelesca» presencia de una enana en el rol de la directora de la revista en la que trabaja Jep; una diminuta actriz que también tenía un papel destacado en Las consecuencias del amor que sigue manteniendo una excelente química con Servillo. Tampoco desentona Sabrina Ferilli, que comparte alguno de los mejores momentos como una stripper que supera la cuarentena, pero no abandona su trabajo para poder atender a unos gastos desproporcionados diarios, de los cuales se niega a explicar los motivos. La cinta cuenta con un pequeño cameo de la gran Fanny Ardant, que se está especializando últimamente en papeles cargados de un marcado aire sentimental para los más cinéfilos.
Hay evidentes ecos del cine italiano de los años 50 y 60, que incidía en abordar el lado oscuro de la sociedad italiana del momento, aunque por encima de todo, el aroma que se percibe es el de una re-lectura de La dolce vita de Federico Fellini, pero con plena personalidad propia gracias al pulso, la extravagancia y al talento visual de su director. También hay aspectos que remiten a Fellini, ocho y medio, por la forma fragmentaria de presentar una galería de personajes excéntricos, o de La noche de Michelangelo Antonioni por la manera de mostrar el aburrimiento decadente de sus adinerados personajes, e incluso hay aires de la vanguardista puesta en escena de Alan Resnais en El año pasado en Marienbad. El aspecto formal siempre ha sido uno de los puntos fuertes en el cine de Sorrentino, pero en esta ocasión consigue la depuración absoluta de su potente estilo con una puesta en escena barroca, sustentada en gran parte por la fotografía de Luca Bigazzi, por un excelente montaje, y unos movimientos de cámara a lo Terrence Malick o Ron Fricke, que dejan la sensación como si ésta flotase sobre sus personajes. Un objetivo que se posa frecuentemente sobre el rostro de los personajes, y juega constantemente con el uso de las luces y de las sombras para reafirmar los estados de ánimo de Jep. También sorprende gratamente el excelente uso de ágiles planos secuencia, y talentosos travellings imposibles, que por momentos remiten a Park Chan-wook y David Fincher, aunque con un cariz más relajado.
Sorrentino se hace valer de algunos recursos estilísticos, como la ocasional voz en off del protagonista dirigiendo su mirada hacia la cámara, y algunos excesos que un bressoniano como quien escribe estas líneas no puede obviar, como es el abuso del slow-motion, acompañado durante gran parte del metraje por un subrayado musical que mezcla auténticas piezas sublimes con otras deliberadamente pachangueras. La delicadeza de los coros religiosos de Arvo Pärt y las piezas sublimes de Zbigniew Preisner se codean sin ningún rubor con un remix hortera a doble bombo desaforado de un tema de Rafaela Carrà, o de la infame «Mueve la colita», bailada en grupo con un entusiasmo inquietante. Y es que la banda sonora de la película ejemplifica a la perfección la dualidad de esta ambiciosa criatura de Sorrentino con unos temas musicales dolorosos que, sin embargo, le dan un cariz aun más irreverente a la narración, y son utilizados con acierto para contrastar la belleza artística histórica de la gran capital italiana con el vacío aberrante del presente de sus personajes y la exaltación circense de lo hortera auspiciada por la decadente era Berlusconi.
Pese a retratar unos personajes que por su estatus social se alejan del ser humano más terrenal, La Gran Belleza plantea cuestiones existenciales universales que consiguen calar hondo, independientemente de la clase social a la que se pertenezca. Cuando uno se acostumbra a sus alucinadas reglas, queda prendado absolutamente con su celebración de la belleza de las cosas más simples, y su extensa cantidad de matices que enriquecen posteriores visionados. Una obra madura que confirma a Sorrentino, sin lugar a dudas, como uno de los nombres importantes del cine europeo contemporáneo.
Tenés que ver «El hombre demás».