Cuenta la historia que un puñado de críticos de cine de Cahiers du Cinéma, a finales de los años cincuenta, decidieron dar el salto a la dirección de películas para romper, según decían, con una época inocua, en la que los films no tenían una identidad propia de sus creadores. Con ellos se instauraba ampliamente el concepto de autor. Hay quienes refutan esta afirmación, pues décadas antes ya había realizadores cinematográficos que presentaban un lenguaje visual único e irrepetible. Welles, Murnau, incluso Porter o Griffith. Estos historiadores, con un talante de credibilidad discutible, se podrían referir a la Nouvelle Vague, en sus aspectos técnico-productivos, como la explosión del control, por parte del director, de todos los procesos de elaboración de una obra cinematográfica. Una criatura nacida de las entrañas y no de un proceso en serie del sistema de grandes compañías.
Y me remonto a esta época porque el nacimiento del cine de autor dio como consecuencia la instauración del cine egocéntrico. Por encima del legado artístico intachable de Godard, Truffaut o Rivette, extendiéndose a la Nueva Novela de Resnais, Varda o Duras, estos creadores tenían como precedente un enfermizo orgullo y una repugnante competitividad. No se soportaban entre ellos, echaban pestes del cine del otro y asumían que el suyo siempre era mejor. Su egolatría les hacía considerar que eran llamados a crear arte que repercutiera en la posteridad. Si bien esto ha ocurrido, la prepotencia es un atributo que en la creación del cine se antoja caprichosa e innecesaria. Y dicha prepotencia parece ser un valor histórico al que los nuevos cineastas franceses se siguen apegando.
Andre Techiné, François Ozon, Bertrand Bonello, Leos Carax… son solo unos pocos ejemplos de interesantes filmografías cuya satisfacción solo alcanza hasta llegar al trato personal con sus directores, que en sus apariciones públicas se muestran apáticos, hieráticos y con pocas ganas de dar explicaciones o conocer a sus audiencias. Christophe Gans, el director de la nueva adaptación de La bella y la bestia, es otro cuya chulería y falsa modestia resultan del todo inaceptable. No por un capricho empático sino porque, en ocasiones, esto solo actúa como una ceguera restrictiva que hace que el creador se ahogue en las limitaciones de su propio orgullo. Anticipaba Gans que su máxima aspiración era Cocteau (cuyo respeto hacia él ya pone en entredicho al proponer mejorar su adaptación de 1946) y que en esta reinterpretación del cuento de hadas literario desarrollaría un universo completamente nuevo con unas imágenes de una calidad sin precedentes. Después de ver el resultado, su película dista mucho de sus pretensiones iniciales.
Si en Cocteau, la magia lírica estaba movida por la artesanía de su puesta en escena y del rico tratamiento imaginativo que cumplimentan los efectos especiales con la escenografía, el supuesto nuevo universo de Gans está servido a partir de un anodino batido de proteínas digitales que, además de obviar y pasar por alto cualquier encanto de la fuente original, insiste en los tópicos visuales más sosos y perezosos. Así, el relato está servido en un garrafón que hace mala mezcla de la grandilocuencia y la parodia por la ausencia temática, presentando un cúmulo de situaciones expuestas con soporífera incapacidad de trascender los cimientos precedentes: diálogos anabolizados, trámite enamoraticio, épica ñoña tratada con infantilidad. Especialmente flagrante es la sensación de premura narrativa, en un primer acto que se extiende con errática reincidencia en la nada y que se come casi los dos tercios del metraje, en un intento por remontar el vuelo en el tercero en que es precisamente la velocidad apresurada la que se deja en el tintero balances y matices que deberían darse por sentados.
Entre incidencias y reincidencias, la narración se sucede en un estadio perpetuo de olvido sobre las tramas más relevantes que las adaptaciones precedentes supieron valorar. Si bien, la barroca pedrada visual de Gans tiene que ver más con los frondosos exteriores en 3D que con la reconstrucción de la experiencia interior del castillo de la Bestia, el cual se muestra bajo la ley del mínimo esfuerzo. Como visitar Marte y que el director te lo enseñe desde la ventana de tu habitación. No colaboran de cara a la espectacularidad el contraproducente abuso del croma, el desfasado diseño de guardarropa y la siderurgia plastificada (que, como digo, no tiene que ver con la artesanía sino con la actual mitología del píxel para acabar rápido). Ni tan siquiera la labor de Patrick Tatopoulos (diseñador de criaturas y make-up, entre otros títulos, de la saga Underworld) logra aportar un mínimo de humanismo a esta incontinencia, pues el Vincent Cassel velludo y con garras también ha sido digitalizado por captura de movimiento.
La carencia en la trama de personajes secundarios que otorgaban mayor viveza al relato, por poner a Gastón en la adaptación de la Disney, resulta casi mera anécdota. La película es, por sí misma, previsible, aburrida, inconexa y, a través de la sensación de dejadez constante, lo que es peor: un encargo despersonalizado, apresurado y realizado con el fin de ensanchar, más si cabe en Gans, sus particulares ínfulas de gran creador.