Tanto la apabullante hiperestilización formal como el delirio estético que Wes Anderson mostrara en The Grand Budapest Hotel (2014) fue la sublimación de ideas visuales que comenzara a explorar ya en Moonrise Kingdom (2012). La plasticidad absoluta del medio audiovisual y una aproximación exquisitamente lúdica y experimental desde lo cinematográfico a las posibilidades que le ofreció la animación ‹stop-motion› en Fantastic Mr. Fox (2008) serían también claves para entender cómo ha llegado a esta nueva producción creada a partir de la misma técnica, Isle of dogs (2018). La acción se sitúa en un futuro Japón distópico en el que los perros han sido puestos en cuarentena y reubicados en una de sus islas como consecuencia del contagio masivo de una gripe canina incurable.
Un grupo de perros, el sobrino del autoritario gobernante del país y una estudiante de intercambio descubren a distintos niveles las mentiras, la manipulación y la corrupción detrás de unas promesas electorales y decisiones políticas destinadas a oscuros planes y satisfacer turbios intereses. Todo desde un sentido del humor absurdo, irónico y subversivo que emerge desde las propias imágenes, atraviesa los diálogos, fluye con el montaje, explota en los gags físicos y llega a su epítome en la misma composición de sus recargadísimos planos y el uso de la profundidad de campo. El propio director parece disfrutar escondiendo el mismo sentido de lo que aparece delante de la cámara en detalles mínimos que los espectadores están obligados en muchas ocasiones a buscar activamente para descifrar su función en el conjunto.
Gran parte de los diálogos de Isle of Dogs —los de los personajes humanos— son en japonés, pero sin subtítulos ni intención de ser traducidos. Los perros, sin embargo, hablan en inglés. El juego con el idioma se incorpora desde el primer momento introduciendo la traducción en instantes concretos como otro nivel metanarrativo. La aportación de su sonoridad al sonido diegético y la grafía del lenguaje nipón a la dirección artística en los textos y carteles en pantalla dejan claro la razón de ser de su ambientación. Una ambientación que se traslada a los elementos de su banda sonora en una obra que evoca a Akira Kurosawa en su planteamiento de aventura épica, estructura, jerarquía de personajes y hasta en los movimientos de cámara. La descripción y utilización del espacio en el que existe el mundo dentro de la película está diseñado con gran precisión. En los mismos diálogos y encuadres la coherencia se hace extrema y acaba por configurar en su edición un relato que se desarrolla con ritmo musical, donde la repetición sirve de preparación para ser subvertida constantemente en todos los aspectos de este largometraje.
Es evidente la alegoría sobre los refugiados y la sátira política que se desprende de su codificación discursiva. Pero ¿sirve esto para tratar Isle of Dogs de cinta política? ¿Qué entendemos por cine político? No es este el espacio para responder estas preguntas, pero sí puede servir para recordar que, para empezar, todo el cine es político —desde el mismo momento en que se decide qué mostrar o no y cómo hacerlo—. También, que el género fantástico y su capacidad de creación de metáforas en entornos imposibles, exagerados e imaginarios es ideal para elaborar tesis, hacer denuncias señalando la realidad y provocar una respuesta a las imágenes. No parece que esta sea la intención última de Wes Anderson, más allá de contextualizar una historia más dentro de su filmografía de individuos (perrunos en este caso) marginados, con ideales caducos y un conjunto de valores propios en un sistema —una sociedad— decadente por la que son incomprendidos. Como Self-Criticism of a Bourgeois Dog (Julian Radlmaier, 2017) evidenciaba en su final, gran parte del llamado cine político o cine social no es más que cine autocomplaciente hecho para que su público pueda lamentarse de una situación sobre la que cree no tiene control y, por lo tanto, sobre la que no necesita tomar acción. Isle of Dogs no busca ni lo uno ni lo otro y sus herramientas para abordar temáticamente estos problemas —tan actuales y relevantes— son la comedia y el amor por el arte de contar historias con el cine y sus posibilidades para ello. Algo más que suficiente.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.