El cine, para ser nuevo, no necesita novedades, sino variaciones de una misma cosa. Basta con que lo viejo conocido esté puesto en otra parte o tensado hasta los límites de su especificidad. ¿Qué otra cosa es la tradición si no un cuento vago que murmura el tiempo del que nunca se sabe si alguna vez existió? ¿Y qué cosa es un género, al fin y al cabo, si no una tradición? En Gutland se halla uno de los placeres más comunes —que cuenta con varios años— del cine actual: la indeterminación genérica. Si uno leyera —porque puede leerlo— que el extranjero, protagonista de la película, instala —o devuelve— el orden en la comunidad, así sin más se trataría de un western: hay vacas, toros y pasto para tirar al techo. También hay tiros y suspense, insinuaciones en habitaciones cerradas y una profunda tensión. La película de Van Maele podría ser un noir rural pero no hay categoría para tratar de definirla: no contenta, echa mano del fantástico —‹doppelgänger› de por medio—. El espectador se encuentra embarcado en un verdadero viaje: debe aplaudir la oportunidad de no saber dónde termina.
Cuando lo sutil enseña el otro lado de la moneda —como sucede en Gutland— no queda más que una dulce inquietud, un sabor perturbador en la boca. La película inicia con un alemán que llega a un pueblo perdido en Luxemburgo con lo puesto y un bolso en busca de trabajo para la temporada. Allí, pese a la reticencia inicial, le abrirán las puertas —no sin pedirle nada a cambio—. Como todo el que llega, constituye la novedad: objeto de deseo y repositorio de rencor. Y es sabido que cuanto más chico el pueblo, el infierno se deja sentir a la vuelta de la esquina. Pronto, al mismo tiempo en que el misterio se traslada desde el extranjero hacia los habitantes, la posibilidad de enmarcarse a los límites del realismo cede ante lo fantástico. La focalización hace su parte: la información no es clara, está enunciada por un personaje que tanto puede alucinar como mentir o vivir en su carne el proceso en que el mundo cambia de una noche al amanecer. El hecho de que todo mute, fluya y se transforme provoca que a ninguna certeza pueda aferrarse el espectador, porque si tuvo tiempo de construir alguna pronto debe deshacerse de ella. Este es un momento del cine donde cuenta con un recorrido tal —lo mismo que su masificación— que permite, al reconocer los códigos, saltar de un texto a otro sin problema.
Detrás de los pastizales, entre la naturaleza, el extranjero —cualquier hombre sin pasado— encuentra el paraíso. Y no porque se trate de un lugar con recursos sin fin, sino porque es el lugar al que pertenece. No existe algo así como lo natural: uno se siente a gusto —como si hubiese nacido para esto— donde lo acogen, donde cumple un rol, donde gracias a su aporte la máquina funciona. Todos «somos» sólo si formamos parte del capitalismo. En aquel pueblo de Luxemburgo tiene trabajo, familia y una comunidad que lo contiene, encargada de legitimar (o no) las conductas de sus habitantes. Allí la propiedad privada debe respetarse y la perversión puede existir entre las cuatro paredes que encierran la intimidad. ¿Quién es quién en este pueblo al parecer tranquilo? Gutland siembra pistas que después no cosecha y elige perderse por caminos a los que no se apostaba. La composición fotográfica es tan exquisita como fundamental en la elaboración de la atmósfera. Y entre el elenco se destaca la joven de pueblo enamorada del extranjero que interpreta la actriz Vicky Krieps —la misma de The Phantom Thread—, quien con ensayada espontaneidad baila al ritmo de este cuento loco, extraño y un tanto real.