Con su primera aparición en el panorama, el alicantino Eugenio Mira demostró ser, además de un cineasta capaz de nutrirse de referencias sin necesidad de armar un popurrí con cierto aroma a «déjà vu», uno de esos talentos que combinan a partes iguales perspectiva y estilo formal: no se entendía The Birthday, su debut protagonizado por Corey Feldman, de otro modo que no fuera ese, el de aunar en una propuesta tan libérrima como despampanante fondo y forma para dar pie a un film tan destartalado como su protagonista y único como pocas óperas primas ha visto el cine español en los últimos años.
De un modo similar encauza Mira esta Grand Piano en la cual, sin llegar (ni mucho menos) a las cotas de locura de The Birthday, parece comprender que su film debe ser, ante todo, un artefacto formal que no se incline ante guión e ideas preconcebidas en un género que, especialmente en un trabajo de estas características, bien podría caerse por su propio peso en cualquier momento. Es por ello que el autor de Agnosia decide recurrir a la pirueta indisimuladamente sin que ello deba ser concebido como un error tonal, sino más bien como otro jugueteo en el que aprovecha para dar pie a recursos visuales/formales de toda índole y ensimismar a un público que, como el del propio concierto, no parece poder quitar ojo a los movimientos del responsable de la función.
Todo ello es debido a que tener entre manos una idea tan sencilla pero a la vez compleja de abordar supone un reto, y Mira lo afronta con estoicidad mirando casi de frente a dos grandes del cine de suspense, y es que no es casual que resuelva escenas especialmente espinosas con elegantes planos secuencia que culminan con una pantalla partida a lo De Palma, o que se regodee en esa intriga como lo hacía el mismísimo maestro del suspense, dotando incluso de soluciones visuales que otorgan un mayor empaque si cabe al resultado global del film.
En el epicentro de todo ello, un Elijah Wood que cada vez parece más cómodo tras el cine de género (hecho que empezaba a insinuar con su participación en Maniac primero, y anunciando que fundaría una productora de cine de terror, SpectreVision, más tarde), tan capaz de cortar la tensión con el filo de una navaja, como de abordar con sobriedad secuencias en las que el guión parece afrontar con valentía algún que otro punto culmen de Grand Piano, logrando incluso acertar en una de las facetas donde más de un escritor echaría por tierra las posibilidades de la cinta y todo lo logrado por el equipo hasta el momento.
Tampoco hay que negar que ese clímax tan acelerado como poco lúcido resta enteros, tanto por alejarse meridianamente del arrojo mostrado con anterioridad, como por resultar un poco torpe al entrar en un terreno que Damien Chazelle (quien precisamente se encuentra rodando su debut en la dirección) había sorteado con entereza hasta el momento, y tras el que había resuelto las pocas papeletas sin necesidad de acercarse a un registro más estridente. No obstante, ello no resta méritos a un libreto que confronta algunas de sus decisiones más complicadas con aplomo e incluso cierta osadía.
En definitiva, Grand Piano se suma al bando triunfante de ese cine de género patrio capaz de beber de distintas fuentes dotando de la personalidad necesaria al conjunto, eludiendo que la presencia de esas fuentes se ciñan al simple guiño y complementen una propuesta que en ocasiones resulta arrolladora a nivel visual, y que compone uno de esos juguetes que entusiasmarán tanto a los cinéfilos ávidos de propuestas formales distintas, como al espectador que busque pasar apenas 90 minutos con una propuesta de la que pocos sacarían tan buenos frutos.
Larga vida a la nueva carne.
Grand Piano es una película que se merece más. La ví un lunes y la sala estaba vacía, salvo cuatro gatos (contados).
La forma en que se desarrolla una historia contenida en un sólo escenario está resuelta con maestría. El clímax final es cierto que viene rápido, precipitado, pero con una intensidad como el café de máquina nespresso: a tope de cafeína en una pastillita.