Esta semana llegaba una de las sorpresas que nos trajo la pasada temporada, y es que cada vez parece más clara la ascensión de un cine como el georgiano —del que en los últimos tiempos hemos recibido cintas como In Bloom, Blind Dates o I’m Beso, entre otras—, algo que se va rubricando además de con títulos como los indicados, con la recepción de premios, caso del film de estreno que nos llega, ganador del Globo de Cristal en Karlovy Vary el pasado año. Corn Island supone el segundo largometraje tras las cámaras de un George Ovashvili, en el cual siente la necesidad de reflejar el conflicto (y con él, un estado) de un país cuya incertidumbre en los últimos años queda en parte reflejada en el universo del cineasta. Algo de lo que, por otro lado, parece difícil desprenderse: como si el hecho de analizar y trazar reflexiones en torno a esa situación sirviese en cierto modo como vía de liberación de una memoria imperecedera.
Ese aspecto, trabajado de nuevo en Corn Island a través de la situación geográfica de ese río en cuyo(s) islote(s) transcurre la acción, ya dibujaba un interesante mosaico en el debut de Ovashvili, una The Other Bank en la que el cineasta nos ponía tras los pasos de un infante en su camino por intentar recobrar la figura de un padre desaparecido debido al conflicto. Es a esa cinta a la que dirigimos la mirada para arrojar un poco más de luz a un cine que desde su debut hasta Corn Island ha delineado un estilo formal cambiante. Así, si en The Other Bank nos llevaba de la mano por la serie de territorios que cruzaba Tedo, el protagonista, en un ejercicio que bebía directamente del neorrealismo italiano, en esta nueva película se ha entregado a un aspecto bastante más sobrio, embellecedor, donde la isla (y por ende, la naturaleza) cobra un protagonismo sin el que no se comprendería el relato que nos entrega Ovashvili.
No obstante, y lejos de esa comprensible circunstancia —presa, a buen seguro también, de un presupuesto que en Corn Island ha debido ser más amplio, en especial por las características del proyecto—, el georgiano ha seguido ahondando en los mismos temas, y es que lejos de ese conflicto explorado está la elección de un periplo vital que no es casual. Por tanto, que The Other Bank y Corn Island estén protagonizadas —en parte, pues en la segunda el abuelo de la muchacha también sostenía una repercusión que otorgaba más matices— por dos infantes entrando en una adolescencia convulsa es el sino de una cuestión que en el cine de Ovashvili implica algo más que puro azar. Porque ese interés por una etapa que nos podría hacer entrar de lleno en el llamado subgénero «coming of age» ejerce casi de termómetro en un terreno siempre complejo.
El viaje que inicia el joven Tedo en The Other Bank es de este modo una forma de acatar la pérdida de una infancia —iniciando por el abandono de un ente materno cuyas decisiones no comparte, hecho por el que decide (sobre)vivir mediante las tropelías y robos cometidos junto a dos compinches— para llegar así a la comprensión de la adolescencia y, con ella, el entendimiento de la madurez en ese contexto tan poco propicio. El trayecto y distintas vivencias del joven Tedo en el film constituyen así el avistamiento de una etapa que es necesario afrontar, y que el protagonista decide encarar a través del miedo, del conocimiento de entrar en un ambiente hostil pero inevitable. No es por tanto la decisión de recobrar esa figura paterna algo esencial, sino más bien el hecho de enfrentarse a una realidad desapacible —tanto interna como externamente— para así poder comprender desde otra perspectiva su situación.
Todo ese desazón en parte mostrado, que no atañe tanto a la figura del protagonista, sino más bien al entorno por el que transita, se refleja a la perfección en ese estilo del que hablaba, que en los primeros compases prácticamente abraza el movimiento instaurado por Roberto Rosellini con su Roma, ciudad abierta. Si bien más adelante Ovashvili abandona esa decadencia establecida durante el periplo de Tedo en su ciudad natal y va desgranando en los siguientes episodios un cine que atañe en parte a su cauce más humanístico: tanto desde la barbarie —la escena del coche— como desde la comprensión —como ese personaje que acoge a Tedo termina por intuir y aceptar su situación—. No hay por tanto figura que recobrar por parte del protagonista, y ello queda tanto entendido como captado en un plano final donde se funden las intenciones de Ovashvili con un resquicio emocional —ese sugerente baile— ante el que ya no cabe duda: Tedo ha llegado al culmen de su viaje.
Larga vida a la nueva carne.