Ya sea por un cambio de percepción a través de etapas que han ido siendo dejadas atrás debido a la constante evolución del arte cinematográfico, o sencillamente por la disminución gradual de unas inquietudes que quizá obtuvieron mejor reflejo en otro período, no son pocos los cineastas que se ven abocados sin quererlo a la pérdida de un rumbo que termina derivando no solamente en films cuyo carácter no se sostiene debido al manejo del lenguaje, también en ejercicios cuya autoría queda diluida ante un tono o referencialidad que ni siquiera son reconocibles. Paul Schrader, como tantos otros realizadores, había emprendido un periplo en los últimos tiempos que le ha llevado a dirigir films donde, más allá de su condición, no se percibía relación alguna con los rasgos que en su día lo ensalzaron como uno de los mejores guionistas del panorama. Ya no hablamos, sin embargo, de aquella The Dying of The Light que tanta polémica suscitó, y de la cual el cineasta renegó debido a problemas con el estudio respecto al montaje final, sino de otros trabajos como Dog Eat Dog o The Canyons.
La marcada psicología de personajes y la ineludible perspectiva sobre el estrato social forjaron una mirada capaz de trasladarse a sus propios largometrajes (Aflicción, El placer de los extraños) y a títulos donde únicamente firmaba el guión (como las imprescindibles Taxi Driver o Fascinación), una pulsión que se había desvanecido en los últimos tiempos en pos de un esteticismo vacuo y la más somera de las críticas.
Que el terreno elegido en esta ocasión sea una iglesia reformada que se nos descubre en un plano inaugural lento, denso, no resulta ni mucho menos casual ante la cáustica representación de un cineasta que vuelve en First Reformed por sus fueros. El prólogo en el que se nos introduce el personaje central a través de ese diario en el que refleja sus inquietudes, sirve así como preludio a un cuestionamiento que se acrecentará con su visita a la casa de una feligresa que reclamará la ayuda del párroco para que hable con su marido, un activista medioambiental.
Schrader traslada al conjunto una sensación opresiva matizada en una composición visual cuya herramienta central es el plano —ese formato 4:3 que parece poner cerco a los personajes, confinarlos en sus inquietudes y temores—; un plano reposado que Schrader no coarta en ningún momento mediante el montaje y define a la perfección esa asfixia vital que no se complementa necesariamente en el plano argumental —a lo sumo, durante un último tramo en el que Toller, el protagonista, termina deslizando un desequilibrio que sólo mitiga la presencia de Mary—.
La figura de un pastor cuyo rumbo se malogró tras la muerte de su hijo en Iraq, perdido en un mar de emociones contradictorias, y encontró refugio en la fe, funciona como motor de un relato cuya perspectiva se distorsionará por la enfermedad que acucia a Toller y por una visión que choca frontalmente con sus preceptos. Ethan Hawke se pone en la piel de ese personaje atormentado midiendo cada uno de sus gestos con enorme temple, desentrañando en su mirada un futuro en el cual no parece haber razón de ser.
El autor de Blue Collar retorna a su retrato de esa sociedad manipulada, reflejando a través de la figura de Toller un mundo en el que no hay síntomas de cambio, no hay refugio para la esperanza. Una carencia de valor que se manifiesta cada vez que el protagonista es interpelado por autoridades superiores, y que únicamente encuentra reposo ante la presencia de esa figura femenina frente la que sugiere bondad, en la que hallará motivo propio para seguir adelante o, cuanto menos, no implicarla en sus decisiones. El extremismo del que hablan figuras como el padre Cedric, parece ser de ese modo una de las medidas para afrontar la desazón de un mundo administrado y controlado a razón de unos pocos, y será la causa en la que Toller buscará parapeto ante lo que está por venir, culminando en el portentoso momento de la ascensión/revelación.
First Reformed nos devuelve al Schrader más desaforado en uno de los mejores trabajos de su carrera, la brillante reflexión acerca de un género, el humano, cuya respuesta sólo está en una percepción arrebatadamente nihilista o, por otro lado, en una brutal mirada al vacío donde la fe deja de ser un concepto para abrazar el más puro de los absurdos.
Larga vida a la nueva carne.