Pocas cosas hay tan terroríficas en esta vida a la hora de enfrentarse a un largometraje, que el advertir durante los créditos iniciales el mismo nombre propio acreditado como director, montador, y guionista del filme. La sombra del «autor multidisciplinar» encierra numerosos peligros que pueden llegar a dañar hasta límites insospechados lo que, en un principio, podría haberse convertido en un producto de indiscutible calidad.
Es común referirse al desarrollo del guión, la dirección, y el montaje de una cinta, como tres escrituras totalmente diferentes de la historia que se cuenta. Cada una de estas tareas dota de una nueva dimensión a la narrativa, aporta matices, ayuda a depurar defectos y, en general, aporta solidez al conjunto. El problema que radica en la hegemonía de una sola persona sobre estas tres escrituras, es que, de no poseer el autor un auto-control asombroso, sus filias y fobias serán las que tomen las riendas de la producción, y no habrá nadie más para frenarlas.
Con la alemana En tierra de nadie —Snowman’s Land—, presenciamos el perfecto ejemplo del mal que uno de estos «autores multidisciplinares» pueden ejercer sobre un producto con una base interesante. Su director —y montador, y guionista— Tomasz Thomson, concibe una atrayente —que no original— hibridación entre comedia negra y thriller criminal en la que, por momentos, resuenan ecos de la Fargo de los hermanos Coen pero en la que, por desgracia, el buen hacer en el campo visual está demasiados escalones por encima de la confusa y abarullada narrativa que ofrece la película.
El punto de partida del filme evidencia a la perfección los cimientos sobre los que va a pivotar: un tono y un estilo personales y atractivos que logran desmarcar a En tierra de nadie de los filmes a los que Thomson referencia, y un compendio de personajes cuya construcción, aunque parezca imposible, resulta ser uno de los mayores aciertos de la cinta y, a su vez, uno de los mayores desatinos.
La pareja de criminales de poca monta que protagoniza la historia engancha desde el primer momento en que les conocemos. Walter y Micky conforman un dueto encantador de asesinos a sueldo perdedores, excéntricos y desquiciados; ambos personajes se edifican como dos bombas de relojería para generar comedia —y, en ocasiones dan lugar a momentos verdaderamente hilarantes—, pero, lamentablemente, no da para más. La construcción de estos personajes, en superficie, resulta efectiva, pero según progresa la historia y se intenta ahondar en sus personalidades, encontramos un vacío en el que la ausencia de evolución y la falta de motivaciones arraigadas nos conducen a una indiferencia absoluta.
Algo similar a lo ocurrido con los personajes de En tierra de nadie, sucede también con la progresión de su historia. El director da el pistoletazo de salida al filme con un detonante potente, y un planteamiento, en principio, atractivo, que conforme avanza el metraje se diluye en un compendio de secuencias dilatadas hasta la extenuación, y que dan la sensación de haber sido incluidas en el corte final de la cinta por simple y llana autocomplacencia. Este hecho es una verdadera lástima, ya que consigue ensombrecer un buen número de despuntes de calidad con una narrativa que, conforme se acerca el desenlace, resulta cada vez más inconexa y aleatoria.
Resulta una verdadera lástima que En tierra de nadie no cuente con la visión que un montador y un guionista hubiesen podido dar al conjunto. De haber sido así, probablemente estaríamos frente a una de las mejores comedias criminales vistas últimamente por el viejo continente. De este modo, la gran promesa del arranque de la cinta, se queda en un simple conjunto de alardes de calidad salpicando aleatoriamente un relato que consigue transformar la carcajada en bostezo a la velocidad de la luz.