Cualquiera que haya tenido la ocasión de poder visionar el trabajo previo de un documentalista como Mark Hartley sabrá que no sólo sumergirse en un bastión del infracine iba a ser una tarea idónea para el autor de Not Quite Hollywood —donde ya buceaba en la «Ozploitation» ochentera y todo lo que aquello conllevaba—, sino también llevar más allá lo que supuso aquella compañía que se atrevió a desafiar la maquinaria impuesta en Hollywood y, en consecuencia, mostrar a esos dos primos israelíes, Menahem Golan y Yoram Globus, como algo más que grandes mecenas de toda clase de autores —desde Cassavetes hasta Godard pasaron por sus manos—, vendedores de cualquier tipo de detritos cinematográficos, recicladores de ideas a cada cual más disparatada e incluso traficantes de contenido sexual al por mayor. Porque lo que en realidad y a simple vista podría parecer un negocio como cualquier otro, donde lucrarse y sacar el mayor rédito posible al subproducto de turno sería una máxima para tantos, en manos de Menahem Golan se convertía en algo más: en una pasión desatada a través de la que producir 10, 20 o 30 películas al año no era privilegio suficiente si se podía llegar a las 50 y, además, continuar dando pasos inequívocos de que cualquier idea o concepto podía tener su propia versión cinematográfica por arriesgado y peligroso que pudiera parecer.
Lo que, más que una forma de entender el cine, era una forma de vida, es retratado por Mark Hartley con pulso y testimonios de toda índole, desde los que veían en Golan un loco capaz de todo con tal de llevar a buen puerto su proyecto —impagable la anécdota del avión, o las de los rodajes paralelos de Lambada—, que en realidad son casi todos los testimonios, hasta los que percibían ese enfermizo entusiasmo como una de las constantes capaces de no llevar jamás al israelí a abdicar, fuese cual fuese la circunstancia ante la que se encontrasen y la deuda que tuviesen que afrontar. Quizá, en este sentido, el cineasta peca en demasía de centrar su atención en la figura del realizador, y es que aunque Cannon se sufragaba con el esfuerzo tanto de Golan como de Globus, el ímpetu y arrojo del primero terminan penetrando en Electric Boogaloo casi como si no existiese nada más, y ahí Hartley no puede, sabe o quiere ejercer un contrapeso que otorgue al segundo en discordia algo más de protagonismo; puede que, en parte, ello suceda por la fascinación que llega a ejercer un tipo como el autor de Delta Force, casi interponiéndose en la fuerza que ejercen algunos de los fotogramas más bizarros jamás vistos y los comentarios acerca de su persona, como emergiendo y siendo algo más que la parte de un todo que también abarcaba en sus propias producciones e incluso en la mismísima Cannon.
Posiblemente, lo único que no logra derrocar con su extrema personalidad —reflejada a través de esas inenarrables anécdotas— es el siempre efervescente y ágil montaje de Hartley, que se vuelve a sentir en esta Electric Boogaloo como un niño con zapatos nuevos: como si haber dejado el «Ozploitation» y el «exploitation» filipino no fuese un gran trauma siempre y cuando haya nuevo material ante el que indagar en las trincheras de la inacabable serie B y los subproductos que generaría. Pero, ante todo, Electric Boogaloo es el fiel reflejo de, como decía, algo más que una forma de hacer cine: un credo, una doctrina ante la que no había barreras físicas ni mentales para detener a un tipo para el que la palabra descanso debía ser algo así como una utopía. Y esa misma utopía es retratada por Hartley con una devoción digna de elogio; porque, si bien es cierto que tanto el personaje como los logros de la Cannon dan mucho de sí y dejan reflexiones realmente interesantes, el trabajo de espeleología cinéfila realizado por el australiano es de nuevo excelente y ello queda refrendando ante un documental capaz de mostrar tanto la faceta más demente como la más humana de Golan, algo nada fácil ante una avalancha de contenido y observaciones que realizar en algo más de noventa minutos que son oro puro y otra impagable aportación de un Mark Hartley que, aunque no lo quiera —su deseo es pasarse a la ficción—, ojalá siga regalándonos joyas tan gigantescas como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.