«Cap dels prodigis que anunciaven taumaturgs insignes s’ha complert. I els anys passen depressa»*
—Miquel Martí i Pol—
Permítanme enfocar desde un punto de vista personal la reseña de Le tout Noveau Testament. La película me ha hecho llorar en más de una ocasión, ha tocado resortes íntimos. Y de ahí la necesidad de un periodo de reflexión al respecto. Damos por sentado demasiadas veces que el cine es emoción pura y que por tanto si es capaz de remover, de generar impactos sentimentales, estamos ante una buena película cuando lo que pasa, en ocasiones, es que se trata de trucos de trilero. Y eso asusta, desde luego que sí, porque en el fondo significa que estamos a merced como espectadores de la habilidad taumatúrgica del director del artefacto en cuestión. Y repito, eso da miedo, mucho miedo en cuanto estamos ante la imposibilidad de la racionalización del criterio cinematográfico.
Con esta reflexión en la cabeza y asumiendo pues estos peligros, la conclusión última que me llega de Le Tout Noveau Testament es que estamos ante una película que por momentos patina en ciertos arrebatos de cursilería (emotiva, repito). Sin embargo, la sensación es que esos tapetes celestiales dibujados por Jaco Van Dormael, no son más que cortinas de humo. Casi como ‹guilty pleasures› lanzados a modo de traca final cuya función no es más que rematar un mensaje que ha flotado durante todo el metraje.
La religión, el odio, “l’enmerdament” que el buen diós (léase con toda la ironía posible) Poelvoorde lanza sobre la humanidad, no son más que un reflejo ateísta de una realidad donde cerramos demasiado nuestros corazones mientras dedicamos nuestra existencia a maldecir al maestro de marionetas celestial, al vecino de al lado, o a quién sea con tal de no reconocer una verdad básica: falta amor.
No ese amor metafórico del buen cristiano, del prójimo y demás zarandajas hipócritas del catolicismo caragalerista. Ese, es precisamente el obetivo risible del film, parodiar, atacar y destruir desde una cierta ‹finezza› esos sermoncillos vaticanos de tirar la piedra esconder la mano, escurrir el bulto y que Dios salve a los suyos. Porque no hay más salvación que la que existe en la tierra, no hay más paraíso que la bóveda celestial, que la zona industrial decadente, que la tierra, la vida, nosotros.
El amor, la música que todos llevamos dentro. Sea Haëndel o Bach, el circo o Le mer. Todo ello puede ser sujeto de risas cínicas, de comentarios prejuiciosos. Pero en el fondo existen. Solo que nosotros nos obstinamos en cerrarlos una y otra vez. En ser vasos incomunicantes de sentimientos. Y Dormael usa su película como llave maestra no de personajes sino de espectadores. Le Tout Noveau Testament es, y valga la expresión religiosa, un milagro, una revelación que pretende no mostrar la vida de nuevos apóstoles sino convertirnos a todos en ellos. A dejar de ser meros visionantes a portadores de la palabra.
Esto va de amor, sí. De dejar de ser vagabundos emocionales sin objetivo y dejarse llevar. Porque Dormael ilustra perfectamente cómo hacemos difícil lo fácil. Y viceversa. Y lo divertido del caso es que vemos la belleza y nos parece mágica, fantasiosa y hasta hiperbólica. Y vemos el gris y nos parece igual de exagerado sin caer en la cuenta que nada de ello lo es. Que lo grisáceo es metáfora de la cotidianidad. Que la lluvia en la anodina Bruselas, persistente y molesta, que la niebla que nos rodea y no deja escuchar a los que tenemos al lado es la realidad y no verso. Y que llevar un ramo de flores a la persona que queremos, decirle te quiero y nada más, importa porque soy feliz con ello, no es una cursilada del siglo XIX sino la auténtica clave que abre la felicidad.
Dejarse llevar, iluminar el cielo, ser dueño de tu destino, querer y ser querido, viajar al polo norte guiados por la música natural de los pájaros, reencontrar al amor de tu vida…Todo ello se resume en Le Tout Noveau Testament con la palabra amor. Y por ello no estamos ante un film-truco, o una simple pose visual. No. Estamos ante un película que en palabras de la compañera Arantxa Acosta de Cine Divergente es «diosal». Y lo es en todos los sentidos posibles, por lo que transmite, por el cómo y sobre todo porque entiende la trascendencia de lo que significa la divinidad sin entrar en metafísicas de lo imposible sino yendo a la raíz del motivo por el que la humanidad ha necesitado un Dios que no es otra que ser queridos en plenitud.
*«Ninguno de los prodigios que anunciaban taumaturgos insignes se ha cumplido. Y los años pasan deprisa»