Una marcada tendencia a lo cinematográfico se vislumbra ya a través de un prólogo deliberadamente post-moderno que probablemente se estira más de lo necesario pero afila sus armas con un off esplendoroso, un agudo ingenio y un excelente montaje que se extenderá al resto del relato. No desaparece esa tendencia tras la ágil introducción, y es que lo más fácil que podría suceder cuando los cineastas ponen a los protagonistas entre cuatro paredes, que pareciera teatral, se diluye mediante una naturalidad que parece traspasar la pantalla y no es sólo mérito de los intérpretes, también lo es de esta pareja de directores galos que miden a la perfección cada situación y la engarzan en El nombre como una pieza de encaje más que pondrá contra las cuerdas a sus cuatro protagonistas. Así, se inicia un periplo donde el espectador nunca sabe si se topará de bruces con la comedia más desgañitante o con un cuadro dramático verdaderamente comprometedor, logrando que en pantalla se instaure una incertidumbre más que patente.
Incertidumbre esta que, lejos de lo que podría parecer, se erige como una de las principales virtudes del conjunto, no tanto por dotarlo de un sentido de lo inesperado, como por el hecho de saber relajar a la idóneamente ese drama con humor, algo que si bien en una referente tan cercana como Un Dios salvaje no sucedía, aquí despoja el trabajo de Delaporte y de La Patellière de cualquier tipo de pretensión. Con ello, los galos parecen indicar que su intención, aunque los prejuicios y la mala baba salgan a flote, no es hablar sobre las convenciones sociales como sí lo hacía Polanski (y con mucho tino) en su film; lo es construir uno de esos entretenimientos que, por mucho que dejen al destape ciertos detalles, conecte emocionalmente con el espectador para que termine empatizando con una historia que lo tiene todo. Buena muestra de ello es una conclusión que dista bastante de la de Un Dios salvaje; en ella queda bien patente que la intención de los cineastas franceses es mucho más rasa de lo que bien podría parecer a simple vista, y que para ellos el armazón de su obra queda fijado más en las risas que consigan sonsacar al espectador que otra cosa.
Cabe destacar, no obstante, que dentro de esos parámetros Delaporte y de La Patellière juguetean a la perfección con lo que tienen entre manos. El nombre, pues, no es el título de la película por un casual: a raíz de una disputa por la elección del nombre para una futura criatura se inicia todo y, justo cuando parece que los directores han dado un giro de tuerca más, sigue en consonancia una temática que aprovechan y acogen con un trazo estupendo. Ya no se trata de que todo gire en torno a una premisa que resulta más efectiva de lo que se podría imaginar, se trata más bien de afianzarse en el reducto de un tema tan nimio y absurdo por el que generar una disputa que abandona toda lógica y ya sólo es un arma de lo más pedestre para que todo fluya con un acierto fuera de lo común.
Fuera de lo común también está un elenco de actores verdaderamente excepcional. Que Patrick Bruel, Judith El Zein o Charles Berling se muevan como pez en el agua en un terreno tan complicado ya debería ser extraño de por sí, pero es que cuando unos intérpretes emplean de tal modo todos sus recursos, el extrañamiento da paso a la fascinación ante un verdadero recital interpretativo. No importa si levantan la voz, llevan la gestualidad a extremos inimaginables o, incluso, desafían las leyes de la comedia pasando del blanco al negro como si nada hubiese sucedido; todo lo resuelven con un talento que es digno de elogio y no necesita más que unas acertadas líneas de guión para fluir con una naturalidad aplastante, que rechaza convenciones (eso de que entre cuatro paredes el cine siempre tiende a la teatralidad), desmonta temáticas y congela instantes con una serenidad que no parecía tener cabida en una película así y, sin embargo, demuestra con un fabuloso último plano que en la comedia cabe todo.
Larga vida a la nueva carne.