La ‹Nouvelle horreur vague› —así se conoce a la corriente de nuevo cine de terror francés surgida a principios de la pasada década— brindó al aficionado al terror más extremo múltiples alegrías, ya fuese en forma de sobresalientes películas, o de directores prometedores a los que seguir la pista a lo largo de su carrera.
Uno de estos realizadores, Pascal Laugier, quien demostró con creces su aptitud para retorcer al espectador más curtido en su asiento con su segundo largometraje Martyrs (2008), aterriza por primera vez en nuestras salas de cine tras pasar por la reciente edición del festival de Sitges con El hombre de las sombras (The Tall Man); un thriller que guarda no pocas similitudes con el anterior filme del director, y cuya mayor lacra es la constante e inevitable comparativa entre ambos.
Ante todo, hay que remarcar que, pese a lo que el trailer intente vendernos, El hombre de las sombras no es una cinta de terror al uso. Si bien es cierto que durante la primera mitad de la película podemos encontrar los rasgos estilísticos vistos una y mil veces en el género —con una administración del suspense más efectiva que los supuestos sustos metidos con calzador—, una vez llegados a la mitad del recorrido, la historia abandona su cariz siniestro para adentrarse en los terrenos del drama más convencional. Esta apuesta estructural es la mayor similitud con Martyrs que posee el filme; la sensación de comenzar viendo una película y terminar viendo otra radicalmente distinta una vez sobrepasado el ecuador de la historia; lo cual puede no ser plato de buen gusto para todos los espectadores, pero es algo que, sin duda, enriquece el conjunto.
El segundo gran parecido entre El hombre de las sombras y la anterior cinta de Laugier es lo controvertido de la temática. Detrás de las desapariciones de los niños —que suponen el eje central sobre el que gira la película— se desvelarán unos acontecimientos que apelan directamente a la ética del público, generando un interesante debate interno y un conflicto a la hora de identificarnos con los personajes que hacen del visionado del filme una experiencia diferente para cada espectador.
Lo que podría haber sido una gran plusvalía, supone al final un trago amargo; y es que Laugier no se moja en absoluto a la hora de crear una tesis personal sobre la historia. Esto, en Martyrs, puede quedar perdonado por lo místico de los temas a tratar, pero en el caso de El hombre de las sombras el director muestra una falta de valor deleznable a la hora de posicionarse sobre su obra, dejando, con una pregunta directa y mirada a cámara, todo el peso sobre el espectador. Esto, a nivel formal, se traduce en un tercer acto cuyo tono abandona la dureza predominante para caer en un maniqueísmo endulzado propio de un telefilm de sobremesa de los sábados, destruyendo por completo la atmósfera de la cinta.
Existen dos modos de enfrentarse a El hombre de las sombras: como neófito en la obra de Laugier, el espectador puede encontrarse con una experiencia aceptable, con unos actores que no pasan de solventes, y soportada por una temática compleja y el buen hacer del director a la hora de desarrollar las secuencias de suspense. Una opción a tener en cuenta si se ansía ver género con algo de personalidad. Por otra parte, si somos conocedores —y amantes— de la obra del director, el recuerdo de Martyrs planeará sobre El hombre de las sombras durante toda la película, evocando la crudeza y las agallas —por no decir otra cosa— que el bueno de Pascal parece haberse dejado en casa en esta ocasión, convirtiendo su tercer largometraje en una película aceptable. Sin más.