La Segunda Guerra Mundial todavía causa estragos en tierras húngaras cuando una joven ciudadana magiar deja a sus hijos, una pareja de gemelos, a cargo de la abuela. Ésta no es precisamente una abuelita dulce que atiborra de comida a sus nietos, sino que de inmediato les hace constar que tendrán que ganarse el pan y el cobijo trabajando duro en su finca, situada en un pueblo cercano a la frontera. Los cinco primeros minutos de El gran cuaderno, adaptación al cine de la novela homónima de Agota Kristof, se pueden resumir en esas líneas. Un comienzo tan atípico como atractivo.
Aquí surge el verdadero quid de la película. Lo obvio sería pensar que los gemelos son unos niños adorables y que viven asustados por el conflicto bélico. Pero en cuanto su abuela les hace ver la realidad, reaccionan de manera totalmente inesperada. “Si quieren guerra, la tendrán”, parecen decir. Ambos acometen la tarea de endurecerse en cuerpo y alma, una conducta impropia para gente de su edad, pero que realmente llevan a cabo. Se funden a golpes, ayunan por días, matan gallinas, cortan madera a destajo, roban lo que pueden y más… Son críos despojados de cualquier tipo de sensibilidad, saben perfectamente lo que la situación requiere de ellos y responden a pesar del lastre de la edad.
En realidad, la insensibilidad de los niños parece venir heredada por su madre artística, la anteriormente mencionada Kristof, pero sobre todo por el director de la cinta János Szász. El húngaro no se corta un pelo a la hora de enseñar cualquier tipo de escena, por más dura que sea. Si los protagonistas asumen rápidamente las severidades de la guerra, el cineasta no ha querido ser menos y nos deslumbra con una dirección fría, alejada de academicismos y buenas maneras, porque estamos en el conflicto bélico más devastador de la historia de la humanidad, y encima en un sitio alejado de la mano de Dios como es un pueblo húngaro del que poca gente conoce su existencia (de hecho, ni se menciona el nombre porque lo que interesan son otras cosas). Lección primera y única de Szász: las cosas hay que mostrarlas tal y como suceden, alejadas al mismo tiempo de sensiblería y morbosidad.
Otra cosa a destacar en El gran cuaderno es que se deshace de buena parte de los tópicos que esta época de la historia siempre trae consigo. Obviamente, no se puede llegar hasta el punto de eliminarlos todos, como el judío avaricioso o la sádica jovencita aria, pero lo cierto es que al ver esta película tienes la sensación de que esto no te lo han contado antes, como muchas veces sucede en películas de este conflicto. No llama tanto la atención este apartado si tenemos en cuenta que realmente las producciones europeas suelen tratar con mucha más objetividad este tema (recordemos por ejemplo El libro negro, de Verhoeven, donde la frontera entre “buenos” y “malos” casi no se percibía), al contrario que las estadounidenses, que suelen pecar un poco a la hora de exagerar las características de sus personajes (incluso algunas que servidor considera como sobresalientes).
Falta por añadir aquí que el ritmo de la película está cercano a ser lento. En algunos casos no será un problema, otros incluso lo aplaudirán para poder paladear detenidamente la obra, pero hay que ser conscientes de que a otras personas su visionado se les hará un poco cuesta arriba. La insumisión respecto a los convencionalismos, la ausencia de una espectacular banda sonora y/o grandes efectos especiales además de la lejanía respecto al epicentro de la historia, son los principales escollos a la hora de lidiar con esta película húngara denominada El gran cuaderno que, faltaría más, debería ser vista por cualquiera que sienta atracción hacia las historias sobre la Segunda Guerra Mundial.