Comienza la película y aparece la danza de un cuerpo rojo intercalando imágenes en las que los protagonistas son objetos plenos de cotidianidad. Detrás se esconden los personajes, mostrando su naturalidad en las casualidades de los encuentros. Algo así como amor roto, ese que cualquiera ha protagonizado en algún momento de su vida.
Dos es la historia de dos personas, que se amplía a dos parejas, para finalmente reducirse a dos historias que se funden como gotas de agua para magnificar el charco. La sencillez se dispara en una ciudad donde cruzar simbolismos amatorios, en una longeva ruptura que no inunda precisamente con lágrimas reales ni lastimeras. Porque de símbolos sabe mucho el griego Stathis Athanasiou, y por ello da protagonismo a la mitología griega en sus personajes, cada uno tomando su nombre de un héroe griego, todos presentes en alguna tragedia de las que quedaron grabadas en antiguos textos.
Así conocemos primero a Hipólito y su Freda, la pareja griega, aquellos que se separan con rapidez y nos permiten ver cómo construir su amor desde los inicios, donde Hipólito, como en su conjunta historia en época de dioses, tiene a Afrodita susurrando palabras de amor. Después se presentan Nerea y Héctor, la pareja española, aquellos que pese a no ser nada juntos, no se separan, los que premian la incomunicación. Aunque la película comience en Grecia, pronto aparece otro protagonista, Barcelona, una ciudad de náufragos, nadie pertenece allí, todos están de paso por algún motivo, y todos los motivos tienen relación con el arte, porque a su modo, todos son artistas (un actor, una fotógrafa, una bailarina y un chef) aunque a unos les pese esa vocación como frustrada y otros puedan surgir de nuevo gracias a ella. Para la construcción y deconstrucción de estas relaciones se apoya ya no sólo en mitos, también esos objetos que en un inicio se desvelan, se convierten en parte presente de la historia, donde un abanico o una inundable televisión nos transmiten tantas emociones con su presencia.
Vivimos la crisis aferrados a un sofá o recorriendo calles con leyendas propias, pero caemos en la cuenta que todo final tiene algo de recuerdo, síntomas de olvido y sueños que guardamos para el futuro que nos invocan a otros que quedaron rotos hace tiempo al deslumbrarnos por la rutina. Aunque cualquier ruptura es sinónimo de tristeza, vemos una película amable y muy despierta, donde la narración lleva un ritmo algo inesperado y desordenado, donde lo que realmente importa es la mezcla que se consigue entre ambas historias, todos padeciendo un mismo mal y cada uno sintiéndolo a su manera. Se demuestra un estilo a explotar en situaciones donde se desfragmenta el discurso, donde las discusiones quedan entrelazadas entre lo que se dice y las miradas que las atraviesan, cuando, en plena soledad, todos tienen alguna pieza a la que aferrarse. Así se conjuga la añoranza y la incomunicación, mientras en otras partes crece la pasión. Así unos sienten y otros padecen en tiempos distintos, que se convierten poco a poco en únicos, en un ciclo sin fin, con detalles que les unen sin conocerse, como compartir brindis que para una pareja es especial y para la otra algo repetitivo e impersonal, aunque utilicen las mismas palabras.
El desorden no nos lleva al caos, se fusiona con gracia y utiliza elementos cercanos, porque… ¿quién no tiene una foto que habla por si sola y cambia percepcionalmente con el tiempo? ¿cuántos afirmarían que nunca han añorado un rostro que apenas recuerdan? ¿alguno quedará capaz de citar un logro que no dejó apartado por tomar una decisión por impulsos? Es como el humo y el agua, que se presentan y bailan sin ayuda, que entrelazan sesiones de una vida, la de todos, donde empezar con una separación y conocer a través de ella el amor. Como seguir una rotura prolongada donde termina con una bella declaración de amor, que era anterior, que lo convierte en todo importante.
Así es Dos, la ópera prima de Athanasiou, la película de los símbolos que expresan más allá de lo que se percibe.