Me parece comprensible (y hasta cierto punto inevitable) que Gomorra y Dogman sean frecuentemente comparadas. A mi entender, se debe antes a que son las dos películas más aclamadas de su director que a una cuestión de géneros o contextos (que, hasta cierto punto, también). Pues, en realidad, existen notables diferencias entre ambos títulos. La primera y más evidente, uno tiene al crimen organizado como núcleo central de la trama mientras que el otro sólo apela al mismo de forma tangencial, casi anecdótica. La segunda, no tan visible pero mucho más interesante, sus tesis son radicalmente distintas. Hace diez años, Garrone presentaba la violencia como un recurso inequívocamente reprobable. Los habitantes de Nápoles y Caserta vivían bajo la presión de una amenaza constante, su intimidad era profanada por acontecimientos impredecibles que nada o muy poco tenían que ver con sus actos. Ahora, el conflicto que presenciamos guarda una relación directa con la impasibilidad de los afectados. Un conflicto además, cuya resolución pasa inevitablemente por una intervención violenta. La magnitud de la tragedia se cuantifica en todo lo que se pierda por el camino.
Respecto a la película que nos ocupa, cabe decir que el atractivo de Dogman no necesita golpes de efecto. La vida e intimidad de Marcello, humilde amaestrador, peluquero y cuidador de perros, transmite complicidad y ternura sin pretenderlo. En ese sentido, Matteo Garrone demuestra ser un gran seleccionador de información: las secuencias del “rescate canino” o del “concurso de belleza”, por ejemplo, pueden resultar innecesarios narrativamente hablando, pero funcionan fantásticamente como engranajes de la construcción de personajes. Del mismo modo, el recurso de la elipse, empleado con notable frecuencia, no impide a la película gozar de una magnífica entereza. Pero no se trata únicamente de una acertada selección de secuencias: incluso la duración de cada plano, de cada acción, encuentra el punto adecuado para ser descriptivo, funcional y contemplativo al mismo tiempo. Es un trabajo en donde todo parece tener su función, hecho que se traduce en el interés ininterrumpido del espectador, aún cuando no se le muestra ninguna acción concreta. Al ello ayuda notablemente el tipo de diálogo, gesticulación y movimientos de los personajes: todo resulta tan creíble que su mero visionado ya merece la pena.
Volvamos ahora al título predecesor y olvidemos por un segundo su condición activista. Gomorra irrumpió en las salas de cine, hablando en términos exclusivamente cinematográficos, como sucesora directa de Los Soprano y The Wire. Aquellas resoluciones dramáticas mediante destellos de violencia representadas en clave hiper-realista no tenían otro referente que el de las series mencionadas. Sin embargo, la utilización sistemática de dicho recurso (por parte de títulos como Boardwalk Empire, Breaking Bad, Juego de Tronos o House of Cards) durante la explosión comercial seriéfila que tuvo lugar en los últimos diez años, ha convertido en monótono aquello que antaño fuera genialidad. De ahí que los momentos climáticos de Dogman no resulten tan espeluznantes como en su tiempo sí resultaron los de Gomorra. Afortunadamente, esta película no pretende hacerse fuerte en el terreno de la violencia (como sí lo pretendía su antecesora). Aquí, todo el interés recae en la elaboración de un poderoso discurso y en una delicada construcción de personajes. Se trata de un producto que, sin jugar al impacto directo, adquiere una sólida consistencia en el proceso de digestión. Recuperando las líneas del primer párrafo, podemos afirmar que Dogman representa la madurez de Garrone tanto formal como ideológica.