Hace apenas unos días describía la película Blue Valentine como pieza que se caracteriza por su magnífica conexión entre formas y contenido. Mi intención era referirme a la importancia que tiene el ser coherente con el fondo escogido, mencionar la necesidad de encontrar el lenguaje adecuado para desarrollar un discurso. Pues bien, para ser justo debo decir antes que nada que Días de Pesca en Patagonia cumple con su compromiso, el problema se encuentra, no obstante, en que en este caso el aspecto formal está tratado con tanta intensidad que su opacidad termina por ser incluso mayor que la del propio discurso. Y ello puede ser tan contraproducente como no prestar suficiente atención al apartado formal.
En su nueva película Carlos Sorín plantea una narrativa modesta e intimista para hablarnos de la importancia que tiene sentirse necesario, del verdadero significado de la compañía. No es extraño, por tanto, que la mayor parte del relato lo vivamos como únicos acompañantes del protagonista, o dicho de otro modo, como únicos testigos de su soledad. Compartimos con él su vida privada y sentimos en su cansancio el peso de un pasado que el director nos insinúa en voz baja sin llegar a mostrar por completo (podemos entrever algo relacionado con el alcoholismo y maltratos de género). Hasta aquí todo va bien. La mala noticia es que en esta historia no existe prácticamente nada más, pues todo lo que sigue lo descubrimos de igual manera que podíamos imaginarlo.
Si algo no podemos reprochar a Dias de Pesca en Patagonia es falta de personalidad, pues la presencia de Carlos Sorín puede intuirse en cada plano (tal como apuntábamos cuando nos referimos a la intensidad con que está tratado el aspecto formal). Pero mientras que en otros títulos como Historias mínimas la autoría del director actuaba como puente conciliador entre guión y celuloide, en ésta la presencia del director acapara demasiado protagonismo en comparación con el interés de la historia. Es decir, el carácter pretendidamente contemplativo de la película no se corresponde al (nulo) potencial del argumento, lo que se traduce en una desagradable sensación de pesadez que, a pesar de desaparecer en momentos puntuales, acaba por impregnar casi toda la experiencia. Tal vez podamos entender este hecho como prueba de que la fórmula perfecta no existe, pues éste es el ejemplo perfecto de que más personal no siempre se traduce en mejor.
Lo repito, no se trata de un problema de incompetencia entre formas y discurso, sino más bien de la exagerada insistencia en describir formalmente lo que ya se ha dado a entender con el argumento. En pocas palabras, ofreciendo demasiado peso al aspecto formal se termina por destruir la transparencia del relato. Es entonces cuando aparece el mayor obstáculo del cine: de repente tomamos conciencia de encontrarnos delante de una pantalla, en este caso una pantalla que parece decirnos la misma frase repetidas veces. Y es una pena, pues la película contiene determinadas secuencias poco menos que brillantes que sin duda nos acompañarían más allá de la sala de cine si entonces nuestro pensamiento no lo ocupara la molesta sensación de pesadez producida por dicha reiteración.