Una de esas cosas definitorias de nuestra era, algo así como un ejemplo del signo de los tiempos, es nuestra forma de interactuar, de establecer relaciones, en el mundo de las redes sociales. Estamos en un momento de interacciones globales, donde más que nunca parece fácil establecer relaciones de cualquier índole con cualquier persona de cualquier lugar. Y sin embargo hay una preocupación por la virtualidad de las mismas, de cómo, a medida que la red gana en importancia, el contacto humano lo pierde, de cómo, como indican certeramente los Chikos del Maíz, tenemos cada vez más ‹followers› y estamos cada vez más solos.
Situada en un futuro no muy lejano, Creative Control nos habla precisamente de los límites de la virtualidad y de cómo afectan a todos nuestros aspectos de la vida, esencialmente el profesional y por encima de todo ese otro tema universal que es el amor. El marco es el de un mundo hiperconectado, donde la virtualidad llega a todos los aspectos, incluyendo los dispositivos de trabajo y que es retratado entre lo pavoroso y lo aséptico mediante unos tonos sepia que nos trasladan a una sensación de gentrificación neutra.
Sí, puede que estemos ante una cinta que se mueve en los parámetros del ‹low-fi› pero que no deja de ser una traslación hiperbólica, aunque paradójicamente cercana a nuestro mundo real. Quizás por ello los miedos de sus protagonistas son fácilmente identificables y asimilables, al retratar un mundo que está, como aquel que dice a la vuelta de la esquina.
A pesar de su enfoque eminentemente serio de los asuntos tratados, hay un deje irónico en la composición de situaciones y personajes. Sí, estamos ante arquetipos del ‹hipster› tecnológico, pero lejos de ser un dibujo empático desde la sorna de baja intensidad estamos ante un despiadado análisis de estos individuos. Como si se nos quisiera decir que no han plasmado un cliché para hiperbolizar sino que sus propios actos, actitudes, formas de vida, les deshumanizan convirtiéndolos en cáscaras deshumanizadas si alma, rellenas del siguiente gadget tecnológico a desarrollar y por tanto víctimas conscientes de sus propias dependencias.
El amor en este mundo vacío parece ser más una cuestión de compulsividad, funcionando de alguna manera de forma equivalente a la adquisición y desarrollo del nuevo componente tecnológico de turno. El amor es una obsesión, la persona deseada se convierte en objeto obsesivo que, una vez adquirido se convierte en pieza cotidiana aburrida o elemento de uso hedonista y por tanto carente de sentimiento asociado.
Uno desea lo que no tiene, y en este camino mezclado entre adicción al trabajo, a las pastillas para funcionar, al enganche a las fiestas de socialización obligatoria y la pareja cotidiana se acaba por cimentar un camino que lleva al desastre más absoluto: o al nihilismo desesperanzado, al misticismo de baratillo o, finalmente a una elección entre una suerte de liberación personal o continuar en la senda del esclavismo autoimpuesto. Una decisión final que se resuelve en Creative Control de la misma manera en que se desarrolla la trama y por ello resulta coherente y por ende, terriblemente devastador en su pesimismo de la cotidianidad.