La progresiva despoblación —ya sea por procesos migratorios o por el envejecimiento de sus habitantes— y la pérdida del modo de vida del entorno rural sirven de trasfondo al regreso tras muchos años de Mónica, una bailarina de danza contemporánea, a un pueblecito de Burgos con motivo del fallecimiento de su padre. En Con el viento, Meritxell Colell sigue de cerca el reencuentro con su madre y su hermana de la protagonista, con quienes mantiene conflictos enterrados por el paso de los años. Conflictos que en la película se expresan sin decirse durante la mayor parte de su metraje, proyectados en el paisaje, esculpidos en su entorno, escondidos en las palabras y silencios que intercambian entre varias generaciones que confluyen desde distintas maneras de entender la vida y la relación con sus propias raíces. La danza cumple un papel clave como elemento estético y narrativo, sorprendentemente cinematográfico a través de su expresividad visual a pesar de su naturaleza dramática como arte escénico y de total fisicidad, que aporta un contraste fundamental entre lo complejo, delicado y sutil de sus movimientos y el contacto con la hostilidad del clima, lo tosco de la tierra sobre la que se edifica la casa familiar y los espacios abiertos que contienen la claustrofobia emocional del personaje principal.
Desde una aproximación naturalista, la cámara captura la cotidianidad de estas mujeres en las tareas domésticas o sus conversaciones rememorando otros tiempos. Siempre pegada la mirada de la directora hacia Mónica, se configura un eje dramático en varias direcciones a partir de las relaciones que se van desarrollando con una madre que perdona y acepta sin condiciones la ausencia de su hija, una hermana que acumula resentimientos y una sobrina ajena a estas intrigas y rencores familiares —que parece una heredera directa de sus aspiraciones vitales, incontenibles aún bajo el peso de la tradición—, pero ya desconectada por completo de cualquier sentido de deuda hacia un legado que siente extraño para si misma. El extraordinario trabajo interpretativo de estas cuatro mujeres surge de un extraño equilibrio al combinar actrices profesionales y no profesionales, que aportan gran autenticidad a las situaciones que se construyen escena a escena. Un costumbrismo genuino surge de la mera observación de la dinámica familiar, de sus comidas compartidas, de sus visitas al pueblo, de la búsqueda dubitativa de la venta de la casa mientras vuelven a dar vida a un hogar a punto de perderse para siempre salvo en sus recuerdos.
Y en esa pérdida, en ese desarraigo simbólico convertido en realidad en su regreso, se encuentra la conclusión de la búsqueda de la protagonista de si misma y de su libertad. La búsqueda y el encuentro de una paz interior comienza por romper las barreras comunicativas con su hermana en una conversación en plano secuencia en el cobertizo —que se aparta formalmente del resto, creada desde un montaje con planos mucho más breves en su duración—, separadas por una gruesa pared que rompen a gritos y en lo que es indudablemente el centro de gravedad, el punto de inflexión del film. Un corazón palpitante del relato que libera la tensión acumulada y sirve para entender por fin todo aquello que deliberadamente Colell no pretende narrar de forma explícita en su película, mucho más preocupada por transmitir las emociones y retratar a sus personajes desde una perspectiva impresionista de su psicología, dando pequeños matices y pistas en reacciones y diálogos que van desde lo intrascendente a lo profundamente reflexivo. Y de esa forma lo contradictorio de aunar danza y cine se transforma en armonioso y lo que averiguamos de Mónica lo sentimos y lo comprendemos, no simplemente lo sabemos. Este es quizá el mayor hallazgo de esta cineasta en su debut en el largometraje: una capacidad innata para conectar al espectador con sus personajes desde lo sensorial y lo visceral para hacernos llegar así a su naturaleza humana.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.