Daniel Calparsoro siempre ha permanecido fiel a un cierto cine de género más próximo a los estándares estadounidenses que al tipo de producto que está acostumbrado a ofertar nuestra cinematografía. En apariencia, su progresión podría medirse en base al grado de semejanza (cada vez mayor, según dicen) que poseen sus películas respecto al cine que factura habitualmente Hollywood, criterio que en el fondo resulta mezquino, además de falso. Ya en Asfalto, por ejemplo, su forma de rodar la acción (con mucha sequedad, con una violencia hiriente y poderosamente escenificada) revelaba un notable dominio del lenguaje cinematográfico. No hay, o al menos yo no sé detectar, una progresión real a un nivel puramente técnico, pero sí es cierto aquello que apuntan determinados críticos y espectadores de que cada nueva película suya parece «menos española que la anterior» (sic) o, lo que viene a ser lo mismo, más americana. Pero creo que tal sensación no se debe tanto a una mejoría en el aspecto global de la cinta como a un (consciente) vaciado de personalidad temática y lingüística, a una domesticación narrativa basada en el uso y asimilación de elementos prestados para construir sus sucesivas ficciones.
Combustión es el último ejemplo de esto que decimos: un festival de lugares comunes saqueados de diversas fuentes (bueno, es básicamente una versión hispana de A todo gas con menos carreras y actores menos ceporros, pero con una poética de la rebeldía y una estética ‹tunning› muy similares; incluso la relación de problemática camaradería que establecen Alberto Amman y Álex González parece una réplica de la que mantienen Vin Diesel y Paul Walker, enfrentados esta vez por una mujer en lugar de por pertenecer a lados opuestos de la ley) y ejecutado con la pericia de alguien muy fogueado en esto del cine de acción, pero sin demasiadas ganas de plantear retos al espectador o tan sólo de ofrecer algo mínimamente original. Como tal, Combustión es tan vistosa como cobarde. Una película de acción plana sustentada en un triángulo amoroso cuya evolución —y conclusión— se gestiona tirando de tópicos y algún aparente, pero nulo, atisbo de complejidad humana. En realidad la historia nos la sabemos entera.
Lo bueno que puede decirse de ella es que tampoco pretende mucho más. Plantea un guión sin muchas complejidades y lo conduce por lugares previsibles pero con solidez, intentando no caer demasiado en golpes de timón improcedentes ni forzar excesivamente la maquinaria de la (in)verosimilitud. Finalmente se queda en un punto intermedio: no cae en la trivial pose macarra o en los sonrojantes arquetipos ‹teen› de A tres metros sobre el cielo pero tampoco logra cerrar una trama con personajes distinguidos o de desarrollo mínimamente original. Tampoco es que pidiera un Jules y Jim con coches tuneados, pero el proceso de domesticación que Calparsoro y sus guionistas aplican a su material de base (ya de por sí un poco de tercera categoría) resulta frustrante, algo notorio en su uso de la banda sonora (demasiadas canciones usadas como condimento mainstream para aligerar la asimilación de las imágenes), en el dibujo de los personajes o en sus escenas de romanticismo y sexo (con una escena de cama filmada de la forma más convencional y publicitaria posible).
Ante esto, podemos quedarnos, siendo positivos, con dos cuestiones importantes: primera, Combustión tiene empaque y no cede a un montaje caótico y precipitado a la hora de orquestar las secuencias de acción; segunda, Calparsoro dota al relato de un ritmo preciso y constante, imposibilitando que uno se aburra con ella. Podrá ser tonta, banal o previsible, pero no tediosa, y eso es de agradecer. Pero su flagrante falta de personalidad y lo desustanciado de sus imágenes le impiden alcanzar logros mayores. Tampoco es que saque excesivo provecho de los elementos que maneja: las (pocas) carreras automovilísticas que puntean la trama resultan completamente desangeladas, y el villano es muy de andar por casa. Afortunadamente, lo compensa con ligereza y economía expositivas y con la presencia de un reparto atractivo, no tanto por los competentes Ammann y González (que cumplen básicamente por físico y planta), como por la de una Adriana Ugarte que, además de aportar belleza y magnetismo, pone las dosis de talento interpretativo que sus compañeros de reparto son más reacios a explotar. En fin, un producto comercial (y orgulloso de serlo) que se ve sin problemas… y se olvida aún más fácilmente.