Yermo y decadente, así es como configura el cineasta Jean-Charles Hue el paisaje en su segundo largometraje. Ese escenario, que no es sino una consecución lógica del salvajismo que impera en el universo descrito por el cineasta francés, puede ser entendido también como un modo de enfrentar las relaciones establecidas y dotar de una dimensión distinta a esos páramos. El componente físico que adquieren las relaciones, la acumulación de cuerpos en esa reunión que traerá de vuelta al hermano de uno de los personajes 15 años después, desvela un estado que rebasa lo presumible y que precisamente dota a ese entorno de una vertiente mucho más familiar, donde la camaradería se alza como elemento clave a través de la fisicidad que entablan los distintos individuos pertenecientes a esa comunidad.
Evidencia de este modo Hue un interés insólito por las relaciones, pero un interés que al fin y al cabo se establece como prisma central para comprender la importancia de los vínculos asentados. Esa inquietud no se manifiesta únicamente mediante acciones, y el gesto toma un papel primordial en un contexto donde podría parecer inocuo —debido a ese instinto cercano a una barbarie mostrada a través de hechos y diálogos—, pero en el que no puede terminar resultando más revelador. Así, aunque el periplo iniciado por los cuatro personajes derivará en un tramo con motivaciones distintas en el plano formal, se apoyará irremisiblemente en una primera mitad donde instaurar los códigos de esa familia se antoja necesario para comprender en sus últimos pasos hacia donde se quiere dirigir exactamente el galo.
Aquello que parecía panorama ideal para surcar un terreno no tan genérico pero siempre envuelto en ese submundo criminal, deriva en un híbrido thriller «noir» que referencialmente se podría emparentar a esos films donde la noche es capaz de dotar de un tono diferencial a la propuesta, y más concretamente confronta en Clan salvaje la importancia del color —el fulgor de esos colores cálidos, con la aparición de Fred, como si de un viaje iniciático se tratara—, llevándonos a un trayecto que más allá de su carácter de thriller podría encontrar en su condición tintes de road movie catártica. Ello queda expuesto en ese soliloquio de Fred en los últimos compases de la cinta, y refuerza además el panorama de fraternidad establecido por Hue en torno a sus cuatro personajes centrales, quienes además quedan en alguna ocasión alejados por aquello que se podría entender como la distancia generacional con otros miembros, haciendo así de sus lazos un inquebrantable discurso.
La forma, además, beneficia la constitución de una realidad áspera y palpable, donde la elección de un reparto de esas características acrecenta las posibilidades de un universo compacto de particular intensidad. Clan salvaje se muestra así como una propuesta que sabe ir más allá de su mera circunstancia como ejercicio (en parte) de género, y halla en todos los espacios posibles una respuesta favorecida por el descriptivo cine de Jean-Charles Hue. No es de extrañar, pues, que el trabajo del cineasta haya venido desatando elogios desde su paso por Cannes, no tanto por lo lejos que sea capaz de llevarlo, sino por una edificación que va más allá de lo ejemplar, que adquiere una predilección esencial por aquello que nos permite realizar una introspección de tintes mucho más sugestivos; aquello que, en definitiva, lleva su film más allá del mero retrato, del reflejo indistinto.
Larga vida a la nueva carne.