Franz Murer fue un oficial austríaco de las SS que diseñó, organizó y comandó el Gueto de Vilna, el que fuera el gueto judío establecido por la Alemania Nazi en la ciudad homónima durante el Holocausto. Ciudad que, antes de la ocupación, pertenecía a Polonia, y que ahora está ubicada en Lituania. Durante los dos años que duró la existencia del gueto, el hambre, la enfermedad, las ejecuciones callejeras, el maltrato y las deportaciones a los campos de concentración y exterminación redujeron su población de cuarenta mil a casi cero. Únicamente unos pocos cientos de víctimas llegaron a sobrevivir, sobre todo escondiéndose en los bosques cercanos a la ciudad, uniéndose a partisanos soviéticos o refugiándose en locales de simpatizantes con la resistencia. Franz Murer fue condenado por un tribunal soviético a 25 años de trabajos forzados en 1949, pero fue precisamente la URSS quien lo puso en libertad seis después, repatriándolo tras el acuerdo de la Independencia de Austria de 1955. Al igual que con muchos otros nacionalsocialistas que fueron llamados a declarar en los juicios contra la humanidad, la Justicia austriaca replicó con él su peculiar modus operandi: aplicar temporalmente una condena para terminar ocultando la suciedad bajo la alfombra. Murer fue un engreído que destacó por el desprecio con que trataba a los encarcelados en su gueto. Sadismos, torturas y vejaciones aparte, cumplía estrictamente las órdenes del alto mando en Berlín.
«Austria no tiene alma ni carácter» comenta el director y guionista de El caso Murer: El carnicero de Vilnius Christian Frosch. «En ella conviven criminales, testigos y víctimas. Lo que me interesaba sobre el juicio de Murer es que no es otra historia más de la fechoría del régimen nazi, sino que trata de inspeccionar y comprender cómo se presentan a sí mismos los diferentes grupos y de qué manera lo hacían en el pasado».
A diferencia de cintas de reciente estreno que tendieron a abordar estos eventos jurídicos desde un punto de vista ético, como fue el caso hace un par de años de Hannah Arendt, dirigida por Margaret von Trotta, que diseccionaba la psiquis de Eichmann, el largometraje de Frosch se encamina hacia la estructura del propio juicio a Murer; es decir, que dejando de lado el componente maniqueísmo de la situación, el cineasta prefiere poner en un segundo plano al personaje que da título a la película para centrarse en la propia dinámica del juicio: su impacto emocional sobre el jurado, sobre los testigos, las ramificaciones jurídicas, los argumentos de la defensa, la mediatización a través de la escenificación del suceso… Aquí el elemento clave es la palabra, el testimonio es base para la construcción narrativa ya que la trama funciona a través de sus veracidades. Las declaraciones de las víctimas del genocidio funcionan como una herramienta para el exorcismo de sus demonios interiores, y a medida que estas vayan desplegándose las unas sobre las otras se formará una opinión general sobre Murer que será el propio espectador quien, haciendo las veces del mismo jurado que está presente en la historia, deba dirimir como si se tratara de otro personaje más.
La tensión que despliega el largometraje, y la pertinencia de su discurso acerca del recuerdo de los afectados, al cual alude el abogado defensor refiriéndose a la ley del olvido, de la misma forma que ocurrió en España tras la Guerra Civil y durante los años posteriores para no tener que enfrentarse a un sistema que pese a haber zanjado su relación con su pasado, aún esgrimía suficientes razones para aborrecer a ciertos estamentos sociales que habían sido humillados y agredidos. La sociedad, no obstante, promueve el lema «ni olvido, ni perdón» al verse obligados a cerrar un capítulo de la historia del cual aún quedan varias páginas por leer. Un sistema que prefiere esconder y silenciar antes que aceptar y reconocer sus fallos y tomar las cartas necesarias en el asunto.
El caso Murer: El carnicero de Vilnius es, finalmente, una ficción disfrazada, de forma bastante seca, de documental, lo cual le sirve a su realizador para poner sobre la mesa la manipulación política y judicial del país lituano casi dos décadas tras el Holocausto.