Todd Haynes lo ha vuelto a conseguir. Más de diez años después de la extraordinaria Lejos del cielo, y casi un lustro desde su última incursión televisiva con la no menos buena miniserie Mildred Pierce, el cineasta estadounidense ha conseguido elaborar una nueva película que, compartiendo muchas de las características que denotaban los dos trabajos mencionados, logra realzar sus virtudes cinematográficas de una manera poco menos que magistral. Hablamos de Carol, una cinta que deslumbró a la crítica en Cannes y que no ha parado de recoger alabanzas tanto en el seno periodístico como en el académico. Elogios que, una vez vista la portentosa obra de Haynes, resultan más que merecidos.
La película comienza de la mano de Therese, una joven empleada de unos grandes almacenes que lleva una irregular vida en Nueva York, toda vez que su empleo no corresponde exactamente con aquellas metas que se marcaba. Un día pre-navideño contempla cómo al otro lado del mostrador aparece una mujer rubia de clase acomodada que busca un regalo para su hijo. Ella es Carol, ejemplo de elegancia con su caro abrigo y melena rubia al viento, portadora de una mirada que provoca un extraño impacto en Therese. Aunque las diferencias en edad, familia y estilo de vida son palpables, entre las dos mujeres se establecerá un vínculo que poco a poco irá fortaleciéndose.
Carol es la adaptación cinematográfica de una novela de Patricia Highsmith, novela que por sus tintes homosexuales, poco respetados en aquella época, y por salirse de la línea habitual de la autora (referente del suspense y policíaco) tuvo que ser publicada bajo seudónimo y con el título de El precio de la sal. No estamos ante un caso de novela cuya adaptación literal pueda requerir de una habilidad extraordinaria, pero al leerla se comprendía cómo lo que sí resultaba difícil era captar, en su plenitud, el magnetismo de la relación entre Carol y Therese. La realidad es que Todd Haynes y la guionista Phyllis Nagy no sólo han conseguido llevar a cabo tal empresa, sino que lo han hecho de una manera tan pura y gozosamente cinematográfica que es imposible imaginar un mejor tributo a la memoria de tan emblemática escritora.
Desde el primer plano, Carol deslumbra por su impecable factura técnica. La fotografía es tan sublime que no sería pecado afirmar que buena parte de ese magnetismo que despierta la cinta venga otorgado por este apartado, que nos remite inmediatamente a aquella Nueva York de los 50 y que, a través de planos con los justos movimientos de cámara, consigue realzar el dramatismo de las situaciones más íntimas. La banda sonora acompaña perfectamente cada escena, cada mirada, cada caricia, cada llanto, un ejemplo perfecto de cómo el apartado sonoro no es bueno sólo por nutrirse de buena música, sino por saber adecuarla a las imágenes.
Como es obvio, Carol no habría conseguido estas cotas de calidad de no ser por la fascinante dualidad que se construye entre sus actrices. Cate Blanchett está al notable nivel que acostumbra, pero aquí queda irremediablemente en segundo plano ante una Rooney Mara escandalosa. Pocas veces una mirada ha resultado tan poderosa, tan cautivadora, tan maravillosamente emotiva. En el restaurante, en el centro comercial, en el hotel o en ese triste trayecto de vuelta a casa en autobús, con Carol o sin ella, Mara tira de talento en todas las situaciones para elevar un buen personaje a la categoría de inolvidable, sin excesos ni alardes, simplemente metiéndose de lleno en su papel hasta difuminar la barrera que les separaba. No interpreta a Therese, ella es Therese.
Con el transcurso de los minutos, una sensación se va haciendo cada vez más palpable: a la cinta no le sobra ni un plano, ni una escena, ni un instante. Haynes ha conseguido elaborar un producto netamente redondo, provisto de una asombrosa capacidad para conmover a través de una sensibilidad extraordinaria, huyendo de cualquier atisbo de edulcoramiento. Carol es una auténtica joya de la que es imposible abstraerse aunque hayan pasado días desde su visionado, un cautivador drama romántico al que sin duda merecerá la pena volver una y otra vez, para así aplaudir nuevamente a la que es, desde ya, una de las grandes películas de lo que llevamos de Siglo XXI.