¿Drama con apuntes de thriller? ¿Thriller enmascarado bajo el drama? ¿Fresco social transgenérico? Estas son algunas de las preguntas que surgen tras contemplar Burning de Lee Chang-dong. Puede que sea debido a la incertidumbre como poso o puede que sea por esa manía contemporánea de etiquetarlo todo o sencillamente por la necesidad de dar una explicación a lo visto a través de la simpleza de la catalogación. Sin embargo, la pertinencia de dicho planteamiento se antoja como ejercicio de inane futilidad, y más si tenemos en cuenta la cinematografía anterior exhibida por el director surcoreano.
Es evidente que Lee Chang-dong se mueve como pocos en la exploración e interpretación de la sociedad coreana, de sus recovecos ocultos y podredumbres colectivas, con la ventaja de no ampararse en el dictamen dedocrático del cine social maniqueo al uso ni plegarse a las exigencias del auteur casi abstracto que tira de luz de gas y trucos alambicados que tapen una nada de aparente inteligencia. No, a Chang-dong no le importa rodar, tanto pasajes de belleza a través de una cámara retórica y a ratos barroca, como bajar al lodo de la condición humana a través de un feísmo que muestre con toda su crudeza disfuncionalidades, traumas e incluso un surtido variado de catatonias emocionales.
Contrastes todos ellos que en su traslación genérica forman esos híbridos tan desconcertantes como motivadores de reflexión posterior. Y dentro de todo este universo Burning posiblemente se lleve la palma de su filmografía en cuanto a ese desconcierto emocional, a esa nada aparente que genera una tensión implacable que proviene de una cotidianidad tan aparentemente rutinaria como desasosegante. Todo cocinado a través de unos ingredientes nada excepcionales: triángulo amoroso, ricos contra pobres y cierto desconcierto existencial ante un futuro nada prometedor y enigmático.
No obstante estos elementos no son más que marcos conceptuales para un trasfondo más oscuro que pivota sobre una soterrada (y denostada por la concepción actual del sistema) lucha de clases. Burning nos habla fundamentalmente de una clase alta que es capaz de todo aunque sea por aburrimiento («Hay demasiados Gatsbys en esta sociedad» clama con irónico desespero su protagonista). Un todo que incluye asesinatos y crímenes varios con la total tranquilidad de saberse impunes. Unos crímenes que se mezclan con la sensación de poder y que siempre atentan contra las clases más desfavorecidas: Quemar un invernadero y/o robarte a la novia forman parte de ese mismo entramado de humillación cotidiana decorada con sonrisa sardónica, como si volviéramos a una especie de sofisticada Inglaterra Victoriana poblada por múltiples Jack el Destripador.
Pero Chang-dong no se limita a retratar esto sino que deja espacio para la cocina de la rabia. Del despertar de una consciencia harta de tanto abuso. Un foco que no se refleja a través de un prisma de marxismo clásico y que no incluye movimientos de masas, huelgas o reivindicación de clase. En este caso es más el individuo solitario, el uno contra uno ejemplificando el yo contra todos por motivos que aparentemente se alejan de lo político y se centran en lo amoroso. Pero no hay que llevarse a engaño, Burning contiene un manifiesto en forma de grito silencioso, un enorme basta, un hartazgo y un hastío absoluto contra una sociedad de espejos hipócritas. Una pedrada en toda regla contra ese falso reflejo que nos venden en forma de deseo. Una invitación, pues a romper esos espejismos fantasmagóricos e iniciar una revolución. Aunque sea individual, aunque sea desesperada.