Se ha pronosticado la subida a los cielos de una tal Berberian Sound Studio. Terror llevado a máximos sin un ápice de aprensión, la desatada insania de Arrebato, el sinsentido cromático de los ‹gialli›, las promesas incumplidas de quienes la vieron antes que nosotros y nos metieron genialidad en el cuerpo que no determina su punto álgido en ningún momento. El caos de las medias tintas.
Es quizá el reproche que le debemos a la película inglesa, roza con sus dedos la locura pero no la alcanza a falta de muy poco, y es lo que se esperaba de ella, una total ausencia de contención. Pero no lloramos una pérdida, alabamos su atrevimiento. A una plausible distancia se encuentra el silencio de sus títulos de crédito, nada más que un presagio de lo que venía a continuación, una enlatada sala de grabación donde generar todos los sonidos necesarios para ambientar una película de terror italiana… y su técnico.
Es un trabajo de prudencias y roturas, de sincronización con unas imágenes que no contemplamos más allá de los rostros desencajados de quienes deben gritar, repetir, sentir lo que otros padecieron, interpretar en el interior de una caja donde no debe existir el menor movimiento, donde el fin se arranca de una garganta y no del alma. Volcar la intención a través de los actores de doblaje y no de los que padecen en la gran pantalla para representar el trabajo y no la finalidad.
Pero el técnico… él es la clave de esta sala de espacios dodecaédricos. Hacer posible que todo sonido expulsado de unas coles o unas mujeres quede como un guante a una película, ambientar la demencia del modo más terrorífico, ser un profesional entre seres relajados y mediterráneos, unir en tu mente la imagen y el sonido y dosificar con soltura ese hermanamiento para halagar el egocentrismo de un director, convertir en tu propio trabajo lo que hacen otros, tener en tus manos la capacidad de suscitar el ruido. Un poder extraño y venerable.
Así debemos concebirlo, como un personaje insólito dentro de su aparente normalidad, fuera de lugar, atrapado por esa sala de la que no puede salir, donde sólo domina unos pocos botones mientras la hostilidad se lo merienda, convirtiendo su monotonía en fantasmas, asustándose de los instantes pesadillescos que se compaginan con repeticiones dobladas, ser espectador de su propia decadencia y no diferenciar entre realidad y susurros mentales que acongojan a ese traje de paño gris y la chaqueta de punto que le hace compañía.
Oscura y contemplativa, así evoluciona hacia el sueño asfixiado de quien convive a todas horas con su trabajo, una disciplina que rompe los tímpanos de una máquina mal calibrada. Dar protagonismo a verduras frescas y putrefactas, auriculares que aíslan, la magia de mentir sin que nadie se dé cuenta, las pistas de audio, toneladas de material grabado, reverberación sonora, es lo que Gilderoy arrebata a Santini, aquello que Peter Strickland honra entre susurros y gritos desgarradores.
Hacer pedazos la laboriosa integridad del inocente es un interesante homenaje al trabajador que se desvive por el cine, al cine en sí mismo, a la entrega sin remisión hacia el arte, donde la lucidez de una idea bien llevada está presente, soporta su avance y nos emociona durante esa evolución final, cuando todo se torna tosco e inenarrable, cuando el señor inglés teme su creación, cuando no se distingue realidad y ficción, un paso previo al salto al vacío definitivo. Tan representativo como despertar en el interior de una película y darte cuenta que los de ‹atrezzo› se olvidaron de colocar una puerta de salida. Suspicaz, pero no imposible.