El western siempre ha estado ahí. Desde los inicios del cine previos a la llegada del sonoro en 1928, las películas “del oeste” han sido uno de los géneros más prolíficos de la historia, perdurando hasta la actualidad y legando su imaginario repleto de revólveres, bandidos, estoicas fuerzas de la ley y el orden, y parajes memorables a un gran número de producciones contemporáneas.
Esta adaptación a los nuevos tiempos de las clásicas historias de forajidos, indios y vaqueros ha mantenido en gran número de ocasiones su esencia, ya sea modernizando su marco temporal en «neo-westerns» como la imprescindible Red Hill (Patrick Hughes, 2010), o simplemente influenciando de forma palpable con su aura de aridez y atmósferas desérticas a thrillers como Blue Ruin (Jeremy Saulnier, 2013) o Coche policial (Cop Car, Joe Watts, 2015), por citar algunos ejemplos recientes alejados, a priori, de los cánones preestablecidos.
En el caso de Ardor, el realizador Pablo Fendrik aporta su punto de vista sobre el western tomando como base el clásico subgénero de la ‹ranch movie›, en el que una familia intenta ser expropiada de forma violenta de una propiedad —en este caso una plantación de tabaco, que hace las veces del típico rancho del ‹far west›— que les pertenece de forma legítima. Bajo esta premisa, el director argentino desarrolla una crítica al capitalismo salvaje y sus efectos sobre la naturaleza camuflada dentro de un pastiche referencial en el que violencia y misticismo se dan la mano de forma soporífera.
Donde muchos realizadores han conseguido adueñarse de unos referentes más que evidentes, haciéndolos suyos, adaptándolos a su estilo particular y creando un relato personal y orgánico —el Django desencadenado de Quentin Tarantino, sin ir más lejos—, Fendrik opta por una fotocopia en la que el alma del filme latente entre fotogramas se traduce únicamente en un aura de espiritualidad que, si bien ayuda a construir un tono especial e interesante, termina lastrando el largometraje con su ritmo excesivamente reposado y contemplativo. Esto crea la sensación de estar presenciando dos cintas radicalmente opuestas —la violenta historia de venganza y supervivencia, y el viaje interior y contemplativo del héroe— luchando por dominar una narración que no termina de encontrar su sitio ni la homogeneidad.
Es una lástima que los ecos del Sergio Leone de Hasta que llegó su hora que pueden percibirse durante la secuencia más inspirada y tensa del filme terminen diluyéndose entre los excesivos homenajes formales a Sam Peckinpah, las ínfulas naturalistas a lo Terrence Malick, el excesivo protagonismo de un Gael García Bernal que parece querer adueñarse del filme por haberlo producido, y la vegetación de una espectacular selva amazónica empleada como leitmotiv geográfico que termina erigiéndose como el mayor reclamo del largo.
De haberse sabido encontrar a si misma, al igual que lo hace su chamán protagonista, Ardor podría haber alcanzado una plenitud que la hiciese trascender entre de sus congéneres, pero su falta de dirección hacia un camino concreto hace que la violencia no sea tan salvaje, que sus personajes no terminen de estar bien dibujados como deberían, y que el aburrimiento al que nos somete su escasa hora y media de metraje nos haga echar de menos más que nunca la silueta del Monument Valley recortada sobre el cielo de Colorado que se alzaba majestuosa en las joyas imperecederas dirigidas por John Ford.