Las calles desiertas y las vías repletas de coches que circulan con normalidad sumidas en un acompañamiento sonoro que rezuma tensión es ya ideal para contextualizar un relato en el que Wise empieza llevando la madeja desde el primer minuto; en una ciudad aparentemente tranquila, las cicatrices de una sociedad envuelta en las secuelas de la pos-guerra y en la que todavía se respiraba un ambiente viciado por el racismo, surgen dos personajes totalmente antagónicos: el primero que aparece en pantalla, Slater, es precisamente uno de esos seres desequilibrados y casi amorales que aún siente el horror de la guerra en sus entrañas, al que acompañan un comportamiento anárquico y un sentimiento racista más que patentes que contrarían la figura de Johnny Ingram, un muchacho al que las enormes deudas han alejado de ser el hombre de familia que probablemente le gustaría, y en el que no parece que haya visos de escapatoria o redención en una vida que él mismo ha decidido vivir así, pero en la que quizá hubiese merecido más.
De todos modos, Wise prefiere plantear y no juzgar, y aunque habla en alguna ocasión por boca de sus personajes (como cuando Burke reprende a Slater por sus comentarios hacia Johnny), simplemente se aleja de ellos construyendo secuencias que les definen y dejan que sea el espectador quien juzgue por sí solo. Así, en la primera escena del film y en una misma acción que ambos personajes repiten, ya está detallando un carácter que les acompañará a ambos, y que derivará uno de los puntales del film, no en vano a raíz de esa relación Wise sabe construir un ‹noir› racial —por otorgarle una definición entendible— que nos habla sobre una situación muy vigente por aquel entonces en Estados Unidos, y ello se ve reflejado en muchos de los comentarios que dirige Slater a Johnny que, incluso siendo irónicos y no tan directos a veces, siempre intentan hurgar en la herida de un muchacho que ya se sentía herido de necesidad en su entorno.
Esa herida también nos habla sobre una de las “convenciones sociales” establecidas en la época que apuntaban a la necesidad de la raza negra por rodearse de gente de raza blanca en tratando de escalar socialmente. Instaurada en el propio seno de la familia de Ingram, y puesta en tela de juicio por el mismo personaje más en un intento de dudar acerca de la vida escogida por una mujer que le rechaza por el bien de su hija, no por el suyo propio, que de transformar esa duda en un sentimiento exclusivo y la otra cara de la moneda, quizá no cobra tanta importancia pero sí se eleva como uno de tantos detalles que remachan ese discurso —o realidad, incluso— forjado por Wise, que prefiere no aludir a ninguna víctima pero recrudece constantemente a través de los diálogos de un Ingram que parece saberse perdido e incluso muerto de antemano.
No obstante, no olvida el cineasta norteamericano el género en el que se enmarca su propuesta y administra a la perfección las bazas necesarias para hacer que el último tramo de su ‹noir› no caiga en el descuido que demostraría alguien ajeno a este que simplemente lo emplea como herramienta para transmitir su discurso. De hecho, el desarrollo psicológico de los personajes, tan cercano a otras propuestas de género como Sed de mal o La jungla de asfalto, ya es buena muestra de que Apuestas contra el mañana tiene todos los alicientes del género —desde esa atmósfera cuasi fatalista, hasta los típicos entresijos generados a raíz del conflicto base, o la propia procedencia/naturaleza de los dos personajes protagonistas—, que combina con la suficiente pericia para terminar otorgando una conclusión significativa que sólo puede bailar en la cabeza del espectador a modo de diálogo: «Which is which?»
Larga vida a la nueva carne.