Un viaje a la India (y, por ende, algunas de las constantes habituales de la «road movie») y una extraña relación son los puntos de sujeción de Anochece en la India, debut en largo de ficción de Chema Rodríguez que nos sitúa en ese punto donde el cine español elude su vertiente más cercana al «mainstream», pero sin llegar a esas cotas independientes que proponen caminos originales y renovadores para el cine patrio de vez en cuando. Lo intenta, no obstante, su cineasta, proponiendo un relato que se aleja de la cómoda postura del que cree tener medio trabajo hecho recurriendo a temas de siempre pero añadiendo ingredientes menos recurrentes, y quizá, de modo paradójico, ese es el principal motivo por el cual Anochece en la India termina siendo una propuesta infructuosa en algunos de sus frentes.
En primer lugar, cabría hablar de su condición de «road movie», que lejos de llevar a sus protagonistas a un viaje iniciático o que propicie un cambio en alguno de sus protagonistas, más bien parece el vehículo para una suerte de expiación (que en realidad no sabemos si es tal debido al hermetismo —en cierto modo— del personaje interpretado por Juan Diego), y es que en Anochece en la India uno no asiste a prácticamente variación alguna en la conducta de ese cascarrabias algo cabroncete que iniciará una odisea a través de Europa y Asia, y aunque si bien es cierto que tiene sus momentos de debilidad ante algunas de las situaciones presentadas, por lo general las inamovibles intenciones de ese personaje central van ligadas a un rocoso carácter del que no le despega en muchas ocasiones ni la presencia de esa asistenta rumana que decidirá ser una acompañante algo más que circunstancial en el accidentado trayecto hacía un pasado casi ilusorio reconstruido a través de esas proyecciones en el salón de su casa.
Ese muestrario de un pasado añorado se antoja necesario ante una situación como la del protagonista, Ricardo, aunque las constantes del personaje vayan más allá de una posible melancolía con la vista puesta atrás, y la situación en la que se encuentra inmerso parezca más producida por él que por factores externos. De hecho, ni siquiera es capaz de aceptar ese sustento escenificado en Dana, esa asistenta rumana que intenta equilibrar en todo lo posible ese agrio temperamento del que hace gala Ricardo siempre que puede. En ese sentido, la relación entre ambos personajes está bien traída y quizá construye una de las mejores virtudes de Anochece en la India, apoyándose en dos interpretaciones sin las que el film de Chema Rodríguez perdería muchos enteros: por un lado, la de un Juan Diego en su salsa, que sólo parece perdido en los últimos compases del film (quizá fruto de los caminos tomados por un guión errático en esos compases), y por el otro la perfecta labor de Clara Voda, que incluso sabe sostener instantes (ese momento en la cama del hotel) que bordean peligrosamente el ridículo.
Con un primer tramo que se sigue con interés y en el que ayudan sus virtudes técnicas (tanto su fotografía, que acompaña a la perfección los pasajes de ese periplo, como esa banda sonora —que, pese al abuso que hace de ella Chema Rodríguez en determinados compases, posee buenos temas tanto ambientales como para incluir en interludios—), los peros llegan para Anochece en la India en su último tercio, y es que lo que se sostenía sin mayor dificultad pese a caer en alguna que otra contradicción en cuanto a la configuración de personajes, termina quedando derruido por un guión que en los últimos minutos no parece cansarse de tomar decisiones erróneas, y transforma lo que podría haber sido una bella e incluso agradable road movie en una cinta que termina por no saber sostenerse. Por ello, apuntaba que esos caminos menos recurrentes que lo alejaban de posturas cómodas eran los que terminaban haciendo naufragar sus posibilidades, y aunque hay determinadas virtudes que la terminan salvando de la debacle total, el sabor amargo se impone al dulce en una conclusión que ni siquiera parece tener razón de ser, como algunas decisiones tomadas en un trayecto que, sin ser molesto, no termina de ejecutar sus posibilidades.
Larga vida a la nueva carne.