Hu Bo construye con An Elephant Sitting Still una de esas obras cumbre que, elevándose por encima del carácter simple y llano de aquello que produce su tiempo, son apedreadas unas veces, ignoradas otras, en una especie de gesto desesperado de supervivencia colectiva que intenta apartar de la vista todo aquello que penetra en la esencia de la vida para así poder tener algo por lo que seguir buscando. Partiendo de la premisa de que la vida va en contra de la vida, el director de Jinan representa el vagar de un grupo de individuos de diferente género y edad por las calles de Manzhouli durante un día. A partir de aquí, serán el desgaste de la interacción con un “otro” símbolo de la bajeza moral más común y absoluta, así como la desidia que se deriva de la aceptación de las estructuras fijas e inmóviles del operar humano a través de los tiempos —reflejado en el microcosmos de la repetición de su vida cotidiana—, los factores que provocarán, por un lado, la confrontación directa con su entorno —incluyendo su propio cuerpo—; la huida hacia un lugar caracterizado por lo desmesurado y la opulencia, pero que se sabe falso, por el otro.
Es en este sentido en el que se vuelven demasiado obvios —aunque no por ello intencionados— los paralelismos con Sátántángo (Béla Tarr, Hungría, 1994), Gran Relato por excelencia del éxodo humano hacia ninguna parte, al menos en Cine. Y es que, más allá de los diferentes estilos —a pesar de que Hu Bo también decida seguir las figuras desde la espalda en planos secuencia dilatados o llevar el relato cruzando diferentes personajes y puntos de vista— y grados de excelencia y ceremonia en la solución de determinados conflictos, An Elephant Sitting Still comparte con la película del autor de Hungría ese arco que va de la permanente lucha de unos habitantes que, marcados por el individualismo y regidos por la envidia y la codicia, habitan una comunidad pobre y enteramente decadente a todos los niveles; hasta la disipación de todas las tensiones que pasa por un giro provocado por el anuncio de un lugar desconocido catalizador de todos los deseos (paz y soledad en la obra de Hu Bo, riqueza en la del de húngaro), para después desembocar en la conciencia de espejismo que, más que dolor y lágrimas, termina por establecer el estado de emancipación, de planicie y explanada. De «aquí no hay nada, pero me quedo».
Es así como de An Elephant Sitting Still termina por desprenderse una concepción de la existencia según la cual por voluntad se pueden tomar dos puertas de salida: la aceptación del camino, lidiando con la crueldad esencial del ser humano y sabiendo que crear es crear para la ruina; la negación de la penitencia mediante el suicidio. Hu Bo despliega estas dos vías, como también hizo Béla Tarr, para dejar que se desarrollen con intensidad, pero tomándose su tiempo para observar con detenimiento los vaivenes de un discurso, en el que lo visceral y lo calmo se plantan cara, que esquiva cualquier imagen solemne de la muerte para impregnar todo con desilusión fría parida en bruto.
Sería una cuestión de dignidad histórica dirigir la mirada a esta película para no hacerla caer en el olvido, evitando así la vergüenza que se seguiría del tener que ser otros en un futuro, y no nosotros, quienes la rescaten haciendo arqueología, quizá apoyándose estos en el mito de la figura maldita que llegó a juntar la pluma con la espada, y no tanto por ser él quien se atrevió a hacer de contrapeso traduciendo a imágenes y sin restricciones una línea de pensamiento oculta y tabú por su dureza en una época dominada por la visión opuesta, al fin y al cabo tan dura y extrema como aquella.