Esperar.
Alguna vez viendo una película has tenido tan claro, tan cristalino el sentido con el que se trataba lo allí ocurrido que lo asumías como una verdad, y al rato decidías que era otra, y más tarde otra, y luego terminaba la película y todos los enfoques eran igualmente posibles, y no sabías si era el vacío o la plenitud lo que te llenaba la cabeza de ideas opuestas, absurdas, imperiosas que definían torpemente la totalidad, y entonces decidías que nunca más ibas a opinar de una película, porque no puedes absorberlo todo, porque no puedes explicarlo con los matices que has cogido al vuelo sin romper las ideas de quien se acerque a tu voz.
Pero aquí estamos, aquí estoy, y he visto A Ghost Story.
La veía a ella, sí, y pensaba que para siempre recordaríamos A Ghost Story como “ese momento en el que ella…” porque Rooney Mara se desnuda y deja que cada movimiento que nos ofrece sea un asalto a su intimidad. Intimar, algo que puede traducirse en imágenes entre sábanas y caricias, en ese formato magnánimo, entre Mara y Affleck, ella y él, para partir de algo pequeño, insignificante en la Historia, vital en el relato, anecdótico para el universo. Me estanqué en la universalidad, la del amor, la de la muerte, la del tiempo y el arte. La universalidad como concepto, también transmitido en imágenes, entre la fuerte luz que asoma por la ventana y el blanco roto por la elevación de una tela de oquedades vacías.
Lowery parece que se aferra a una sábana, algo ligero y opaco, visible, para somatizar el paso de los acontecimientos, desordenar la infructuosa huella del individuo, de la completa humanidad, hasta reducirlo a un papel, una grieta, una capa de pintura. Lo tangible para expresar lo intocable. Lo neutro para empatizar con lo emocional.
La espera tiene su precio, la espera tiene su recompensa. La espera, sea cual sea, siempre es demasiado larga.
Es el lenguaje visual el que aquí gana por la fuerza, Lowery nos alumbra como un reflejo del blanco, que ya sabemos esconde cada uno de los colores, de tu ventana a la mía, como irradiación e incidencia, siempre dispuesto a llenar silencios con más luz, con la intención de visualizar un todo más allá del color. Puede parecer un capricho el 1.33:1, los bordes que pierden sus puntiagudos vértices, las diapositivas que pasan con tanta rapidez como un genérico recuerdo del pasado. Instantáneas. Fotografías. Aísla la imagen, la centra, hace que crezca y pierda la importancia lateral, sucumbe a lo importante, eso que nunca sabremos qué.
Sencilla pero arrolladora, así aparece A Ghost Story, que con su delicadeza nos cuestiona a partir de sus propias dudas, y aunque lo parezca no hay distancias ni tiempo en este hogar, como tampoco lo hay para él, protagonista silencioso, presencia que nos sirve de punto de partida y al que volvemos vez tras otra. ¿Qué puede hacer aquí un fantasma? ¿Cómo transcurre la vida de los otros para el ente? ¿Cabe el olvido en la energía que forma a este fenómeno? ¿Es el recuerdo (el que conservamos y el que proyectamos) nuestro gran fantasma?
Una sábana y dos agujeros. Profundos como un abismo, se necesita hurgar en su soledad (el negro, la ausencia de todo color y por tanto expresión en lo sentimental propia de la melancolía), nos condicionan cuando la cámara se acerca a ellos porque interrogan desde su reposada posición, convertidos en un símbolo cuando el paso del tiempo juega con las imágenes, con la simultaneidad de distintas comprensiones de su avance.
Y de un máximo volvemos a interiorizar, a darle un sentido a lo primero que ella dijo entre risas —«tengo miedo»—, a lo que él respondía después abrazándola, sonriendo sin más —«no tengas miedo»—, y a la puerta a la que se refiere la cita que abre el film, sacada del relato de Virginia Woolf La casa encantada. Y consigues detallar su preciosismo, su tristeza y su verdad.
Llegó el final de la película, y hay un momento, mientras la interiorizas, que deseas saber qué ha opinado el resto del mundo, y a la vez esperas que no exista ninguna opinión al respecto, que todos estemos callados, interiorizándola todavía, disfrutando de la inmensidad de los actos de David Lowery. Pero no sabemos estar en silencio. Es como he sabido que había un cortometraje, de esos que cogen polvo en un cajón, que ha sido editado con motivo de la llegada de A Ghost Story. Por lo visto Lowery con siete años quiso hacer su propio homenaje a uno de los grandes hitos del terror fantasmal y tituló a esta pieza Poltergeist. Tras verlo, sin pensar demasiado en ello he dicho algo así como que el director plagiaba a su «yo» de siete años. Que cogía una idea básica que construyó entonces e introducía toda esa intensidad que abarca el film, algo que claramente no ideó con siete años, no podía ser consciente siquiera de su existencia. Pero a la vez, así venden el corto, es un homenaje a la película de Tobe Hooper. Y piensas en la genialidad del paso del tiempo y su posible linealidad, en lo pesado que es el recuerdo, en las casualidades que se vuelven hechos factibles y universales, en nuestra insignificancia… y todo ello a partir de esos dos minutos que se hicieron pensando en algo, y que luego crecieron treinta años después. O no, solo se comunica a través de una sábana, un objeto generalista para hablar de fantasmas (‹poltergeists›) y damos más vueltas de lo necesario a la vida, la muerte y todo lo que les rodea.
Y me rindo a la obviedad, y quiero levantar la sábana y saber si era él todo el tiempo debajo de ella durante el rodaje. Y luego olvido la (poca) importancia de eso y escucho la película en bucle, que la música siempre sigue su discurso cuando la pantalla se apaga. No a Beethoven. Y el miedo seguirá siendo ante la muerte de los demás, no la propia.
Abrumada.