Tras debutar en 2012 con un documental que fue presentado en el Festival de Cine Europeo de Sevilla con muy buenos resultados titulado Sofia’s Last Ambulance el joven cineasta búlgaro Ilian Metev ha triunfado con su debut en el cine de ficción alzándose con el Leopardo de Oro en la sección Cineasti del Presente con esta 3/4. Y pueden hacer caso a aquellos que mencionan a la citada obra como una de las mejores presentadas en esta edición del festival suizo. Efectivamente se trata de una joya forjada con mucha elegancia y un estilo muy refinado. Con un punzón propio de esos realizadores del cine clásico centroeuropeo como los húngaros Miklós Jancsó y Károly Makk. De hecho la puesta en escena del film me recuerda mucho (solo con la diferencia de estar fotografiada a color) al Amor materializado por Makk. En el sentido de establecer una radiografía del nido familiar con cierto desapego y antipatía. Mostrando las cadenas que atenazan a aquellos miembros castigados con el cautiverio familiar, incapaces de dar rienda suelta a su libre albedrío y ganas de romper el ‹statu quo› de la monotonía y el tedio.
Y también por su opción y gusto por el minimalismo de trincheras. Regalando una trama de historias mínimas muy agradable a pesar de su temperamento crepuscular y tenebroso. Que sabe como ganarse a un público al que no le hace falta ningún tipo de sobresalto ni efecto de guión para engancharse a una trama que en principio no cuenta nada nuevo, delatando su pertenencia a ese género de puro cine de autor que hace descansar su fuerza en los silencios, en los diálogos cotidianos que escupen frases sin importancia. Un cine en el que nunca pasa nada, pero en el que acontecen numerosas batallas imperceptibles a vista de lince.
Narrando una historia que arranca en paralelo. La de dos hermanos. Niki, un ciclón que no para quieto en mil y una travesuras típicas de sus diez u once años de edad. Jugando sin parar con sus amigos. Haciendo auténticas locuras transformadas en divertimento solo apto para niños. Algo que ofusca a su paciente y tranquila hermana Mila, una adolescente de diecisiete años de edad cuyas obligaciones familiares (ligadas a la ausencia de su madre, una desaparecida sombra que ignoraremos donde ha ido a parar) la han hecho madurar demasiado pronto. Pero Mila está harta de todo. De su padre, de su hermano, de su profesora de piano… de su propio país. Por ello estudia con ahínco solfeo y piano con el propósito de conseguir una beca en Alemania con la que huir de ese pequeño infierno en el que se ha convertido su hogar. Una residencia en la que no hay ningún tipo de expresión de violencia. Pero tampoco de cariño. La lejanía afectiva se eleva como ese fuego infernal que aprieta la mente y el corazón de Mila. Cuatro paredes en las que no se conversa. En las que el cabeza de familia llamado Todor, un físico sumido en una profunda depresión y ansiedad, no exhibe apego hacia sus vástagos tratándolos como meras marionetas que forzosamente debe mantener bajo su custodia, más a regañadientes que otra cosa.
Y Mila será presa del estrés y del nerviosismo. Asimismo de su dolorosa falta de confianza. Conocedora de que la audición para la que se está preparando intensivamente amanece como esa última oportunidad de escapar del abismo. Y ello la obsesiona y perturba. Siendo incapaz de memorizar las notas de la composición de piano que debe ejecutar. Ni siquiera los ánimos y enseñanzas de su veterana y asertiva maestra la amansarán. Ni las improvisadas clases de yoga. Y ello no lo podrá disimular. Protagonizando vehementes discusiones con el desairado de su hermano pequeño, a quien gusta hacer rabiar a su pariente sin ningún tipo de maldad, pero también sin prudencia. Atormentándose por su falta de ánimo. Derrumbándose por su mala ventura. Observando el futuro como un muro imposible de salvar. Pensando que deberá soportar a su familia como penitencia y pecado por haber nacido en un país en el que no existen ventanas de esperanza.
Desde el punto de vista técnico la película es un portento. Me evoca a esas imágenes que dialogan con el espectador marca de la casa Edward Yang. Como comenté en Una historia de Taipei, aquí igualmente cada fragmento tiene un significado consciente. Dislocando la escena en varias partes diferenciadas. Instalando barreras que impiden la comunicación encapsulando a los protagonistas en minúsculas cárceles invisibles. Me encanta el artificio empleado por Metev consistente en apoyarse en secuencias fuera de campo (inyectadas a través de conversaciones en principio insípidas) para llamar la atención del aislamiento que sufrirá Mila y también en alguna secuencia magnífica su padre Topor. Diálogos en los que no están presentes quienes deberían estarlo, que se hallan por contra habitando otros parajes y ensoñaciones que no seremos capaces de contemplar, aunque sí de adivinar. Destaca la tangible distancia con la que la cámara mira a sus personajes. Escondiendo su presencia en agujeros negros que transforma en invisible lo que inicialmente era ostensible. Cuidando los espacios que se nota fueron planificados hasta el más mínimo detalle por el autor búlgaro. Inyectando evidentes metáforas como la recreación religiosa de la Virgen María bajo la efigie de una Mila que deberá aguantar los embistes fanfarrones de su hermano en silencio y sin alzar la voz. Aprovechando el recurso semántico vinculado a las rejas y puertas de los diversos establecimientos recorridos por los intérpretes. Pintando de esta forma cuadros hermosos y apacibles que concilian una puesta en escena para nada recargada, si bien preciosista y serena. Sin apenas contar con elementos secundarios que sazonen con algo de pimienta la columna vertebral izada por el triángulo familiar sobre el que descansa los cimientos tallados por Metev.
Desde el punto de vista del relato, nos hallamos ante un film que deriva hacia contornos inquietantes sin utilizar componentes nerviosos. Siempre desde la pausa. Podríamos pensar que esta es la típica película acerca de la demolición de la familia moderna. En cierto sentido sí que lo es. Pero desde un dictado divergente. Sin incluir escena donde la violencia extrema aflore. Será precisamente la falta de mordiente y acción lo que genere terror. Aquí la familia es inexistente. Podrían ser tres desconocidos que han decidido compartir un piso de alquiler. Tres individuos incapaces de entenderse. De experimentar cariño o afecto. De hablar normalmente de aquello que turba el bienestar del prójimo. Generando una mirada compleja y contradictoria sobre este entorno tantas veces visitado por el séptimo arte. Beneficiándose de unas interpretaciones muy naturales y verídicas que desprenden ternura y empatía. Con discreción y mesura, pero con alma y pasión. Plasmando la vida interior de los mismos tal como se presenta, con sus miserias y bondades, sin trampa ni cartón.
Todo este enjuague eleva a 3/4 como uno de esos filmes invisibles que por desgracia raramente aparecen en las salas comerciales, ni siquiera en las dedicadas al cine de arte y ensayo y que por contra merecen mucho la pena de ser degustadas. Pues éste es un plato exquisito que deja un sabor muy agradable y lindo. Ese cine que no busca entretener ni arrasar en taquilla como objetivos fundacionales. Sí. Un cine áspero, a veces antipático y generador de sensaciones encontradas. Pero finalmente un cine que deja poso, permitiendo al espectador reflexionar por sí mismo sobre los aspectos filosofales planteados, sin haber sido contaminados por algún prejuicio interesado. Ese cine que desde Cine Maldito no nos cansaremos nunca de reivindicar.
Todo modo de amor al cine.